31 diciembre 2015

El soldado que buscaba terminar la guerra

Línea del tiempo de la historia

Seis meses antes del disparo: Ana está en su casa, reflexionando sobre su futuro y su relación con su prometido, mientras su padre le ofrece libros de medicina y enfermería para su inminente partida al hospital de guerra.

Cuatro meses antes del disparo: En el campo de batalla, los personajes principales están atrincherados y enfrentan un intenso fuego enemigo. Se menciona la desobediencia al teniente y la promesa de enseñar a disparar a larga distancia.

Cuatro meses antes del disparo, en un hospital: Ana trabaja incansablemente en el hospital, lidiando con la escasez de suministros y el peso emocional de no poder salvar a todos los heridos.

Un mes antes del disparo: Gerard y otros personajes sufren la pérdida de compañeros y enfrentan la dura realidad de la guerra. Gerard mejora su puntería con la esperanza de cumplir su misión.

Seis meses antes del disparo: Se describe la despedida entre los personajes y sus seres queridos antes de partir hacia la guerra.

En el momento del disparo: Gerard ejecuta su misión, enfrentándose a las consecuencias de sus acciones y a la incertidumbre de su destino.

Muchos años después del disparo final: Gerard reflexiona sobre los eventos pasados y la importancia de mantener viva la memoria de sus amigos caídos.

Tiempo después del disparo: Gerard y Ana se reencuentran en la estación del tren, reviviendo los recuerdos de su último beso y promesa de reencuentro.
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Página 1:

En la soledad de una habitación que se encoge con cada tic-tac del reloj, el tiempo se desgrana como arena entre los dedos, y yo, en el centro de este universo contraído, pierdo el control. Las paredes parecen acercarse, cómplices del tiempo que se dilata, lento y eterno, mientras el eco de un ejército marchando fuera del edificio marca un contrapunto a mis pensamientos errantes. Mis manos, manchadas de incertidumbre, buscan refugio en la tela de la chaqueta, y las botas, narradoras mudas del barro y del camino, hablan de días recientes y de fatigas acumuladas.

Llegué hace poco, con provisiones que pesan menos que el cansancio en mis párpados y el agua que escasea como las esperanzas. Cada sonido es una alarma, un preludio de lo inminente. Temblores me recorren, y el equilibrio es una ilusión tan efímera como mi estancia en pie. Casi sentado, recostado en la pared, extraigo de mi bolsillo un reloj pequeño, guardián de una fotografía de mi prometida. La imagen, cerrada en mi puño contra el pecho, me hace olvidar el entorno por un instante. Me levanto con lentitud, sin despegar la espalda de la pared, giro y a través de un orificio, lo suficientemente grande para el propósito, miro hacia adelante. Allí está él, el líder, el causante de esta guerra sin sentido. Un solo disparo de mi rifle podría poner fin a todo; para eso me he preparado, en las semanas anteriores.

La incredulidad me invade. Mis compañeros han caído para que yo pueda estar aquí. No puedo fallarles, ni a ellos, ni a mi familia, ni a mi prometida. Un solo tiro sería suficiente. Si fallo, el ejército enemigo vendrá por mí, y la tortura será seguida de una muerte segura. No hay margen para el error, la precisión debe ser perfecta. Es todo o nada, morir o vivir para ver el final. Las horas de práctica con mis compañeros deben ser suficientes para terminar esta maldita guerra con un solo disparo.

El rifle en mano, apunto directamente al blanco. Mis nervios traicionan mi pulso, sacudo la cabeza, intentando calmar el temblor. Vuelvo a la mira, y allí sigue él, alzando su brazo en un gesto de autoridad. Contengo la respiración, mis dedos rozan el gatillo, y bajo la mirada un instante. Me encomiendo a Dios, pero ¿cómo puedo hacerlo para cometer un asesinato? No, estoy solo en esto, un hombre condenado por la eternidad, dispuesto a matar en frío. Ya no importa, buscaré el perdón más tarde. Ahora es el momento de acabar con esta maldita guerra. Presiono el gatillo, y en el reflejo de mi rostro agotado, veo un destello de luz.

Página 2:

La desesperación se cernía sobre nosotros, una sombra implacable que oscurecía incluso la luz del día. “¡Maldita sea!”, exclamaba John, su voz teñida de ira y frustración, un eco de la última semana que resonaba en las paredes desnudas de nuestra realidad. Habíamos consentido, sí, todos nosotros, pero ya no había vuelta atrás, solo el camino adelante, pavimentado con la esperanza y la sangre de nuestros camaradas caídos.

Le aseguré a John que aún teníamos esperanza, que la muerte de nuestros amigos no sería en vano. Al menos uno de nosotros debía llegar al desfile, debía acabar con el líder. Nadie deseaba morir, pero estábamos dispuestos a sacrificarlo todo por un regreso triunfal a casa, a los brazos de nuestras familias.

John, padre de dos niñas, llevaba en su piel la cicatriz de un pasado turbulento, un recordatorio constante de su lucha por la aceptación y el amor. Su anhelo era volver a casa, ver a sus hijas y esposa, y regresar como un héroe, condecoraciones en mano, para restregarle su victoria en la cara a su suegro.

“John, entiendo tu frustración, pero debemos seguir adelante con el plan”, le dije, intentando infundir algo de valor en su corazón atormentado. “Estamos a días de llegar al punto crítico. No hay otra forma. Si permitimos que esto continúe, la guerra durará otros tres años. Tenemos la oportunidad de que termine a mitad de este año”.

Se alejó para calmarse, mientras los otros dos y yo repasábamos el mapa, estudiando la ruta más segura. A medida que nos acercábamos al punto, el número de enemigos aumentaba. Solo contábamos con lo esencial: raciones de comida, agua, cientos de balas y nuestros rifles, lo justo para correr y saltar cuando fuera necesario.

Recogimos el mapa, tomamos la brújula y nos dirigimos hacia nuestro destino. George le hizo una señal a John para prepararnos e irnos. Tomé su brazo y le advertí que no lo volviera a hacer; alguien podría vernos y atacarnos con una ráfaga de balas. George asintió, tomó sus cosas y partimos, caminando por un campo casi despejado, hacia el bosque que nos permitiría pasar sin mucho problema.

Sacando de mi bolsillo una pequeña foto de mi prometida, la miré con preocupación y miedo, rogando a Dios que la cuidara. Dejé de escribirle cuando nos escapamos del pelotón, esperando que no pensara que había muerto y que el teniente no le enviara una carta declarando mi fallecimiento a mi familia, causándoles un dolor inmenso. De mi chaqueta extraje el reloj, abrí la tapa y coloqué la foto dentro.

“Vamos, no nos quedemos atrás”, dijo Starkey, empujándonos para que corriéramos más rápido. Se agachó para abrocharse las agujetas, se levantó y nos alentó con voz baja: “Vamos, muchachos, que nos queda poco para llegar”.

Página 3:

Ana sostenía entre sus manos temblorosas una carta, cada palabra leída era un latido más en su pecho. No quería llegar al final del manuscrito, sabiendo que cada línea que elogiaba sus habilidades médicas era en realidad una súplica para que se uniera al esfuerzo de guerra. El escudo en el sobre y el encabezado eran suficientes para revelar que el ejército requería sus servicios.

Llamaron a su puerta. Su prometido la esperaba afuera. Ana escondió la carta en su escritorio, decidiendo posponer la noticia hasta después de Navidad para no empañar las festividades con preocupaciones. Encontraría el momento adecuado para decirle que, al igual que él, debía partir con el año nuevo. “¡Vaya manera de empezar el año!”, suspiró, lamentando la cruel ironía de una celebración ensombrecida por la guerra. Descendió las escaleras y avisó a sus padres que iría a la ciudad con su prometido para comprar regalos, prometiendo volver antes del anochecer.

Una vez fuera, su prometido la saludó y la invitó a subir al coche. Partieron hacia la ciudad, a treinta minutos de distancia. Ana observaba el paisaje, grabando en su memoria cada detalle familiar, como si fuera la última vez. El cielo despejado y el aire puro de las praderas parecían burlarse de su pesar. Su prometido, buscando romper el silencio, señaló hacia el tren que se aproximaba, sugiriendo acelerar para cruzar antes de que bloqueara su camino. Ana vio el humo de la chimenea del tren, manchando su cielo azul.

“Es demasiado rápido, ¿no crees?”, dijo ella. “Pero tenemos la ventaja, no te preocupes, cruzaremos las vías sin problemas”, respondió él con confianza. “No tengo prisa por llegar, solo quiero…”, comenzó Ana, pero fue interrumpida por un giro brusco del coche. “Llegaremos bien, confía en mí”, aseguró él.

El estruendo del tren se intensificaba a medida que competían en una carrera paralela hacia la ciudad. El cruce estaba a la vista, y era cuestión de segundos llegar antes de que el tren obstruyera su paso. El joven apretó el volante, acelerando con la mirada fija en el objetivo. Ana alternaba su mirada entre su prometido y el tren, sintiendo una mezcla de miedo y adrenalina que la paralizaba. Quería detenerlo, pero una emoción contradictoria le decía que no lo hiciera.

El tiempo pareció ralentizarse mientras Ana miraba el frente del tren, y luego, volviendo a la normalidad, se detuvieron para ver cómo el tren se alejaba.

“Eres un idiota, ¿lo sabías? Casi nos matas”, reprochó Ana. “No es para tanto, te dije que confiaras en mí”, respondió él, restándole importancia. “Siempre desobedeciendo, eso no te llevará a nada bueno”, dijo ella, su voz mezcla de alivio y reproche. “Deberías estar más tranquila y confiar en tu intuición, eso es todo. Además, no está mal tener estas aventuras juntos en estos días. Recuerda que me iré, pero volveré para tener más días como este”, dijo él, guiñándole un ojo mientras Ana volvía a su seriedad, no por el peligro pasado, sino por la carta que había recibido esa mañana.

Página 4:

“Vamos, Gerard, puedes hacerlo mejor, concéntrate en el blanco”, me instaba Marc, su voz impaciente resonando en el aire, como un metrónomo implacable marcando el ritmo de mi frustración. Gerard fallaba una y otra vez, su desesperación creciendo con cada tiro errado. “¡No puede ser, otra vez! Ya estarías muerto; en la realidad, no tienes segundas oportunidades”, gruñía Marc, su descontento palpable. El blanco permanecía intacto, desafiante.

Marc, obsesionado con la limpieza y la perfección, era un campeón nacional de tiro. A pesar de su origen acaudalado, había sido reclutado, y su padre no pudo convencer al ejército de su mayor utilidad gestionando las empresas familiares. Marc anhelaba regresar a su vida de lujos y fiestas, pero no era un hombre malo, solo alguien acostumbrado a la buena vida.

“Gerard, ¡debes seguir practicando! O tu estúpida idea de matar al líder no se hará realidad”, se burlaba Marc, su risa cargada de sarcasmo. Respondí con una sonrisa y un gesto irreverente, pero no volvimos a hablar por un tiempo. Habíamos llegado a este pueblo abandonado hace un mes, sin nuevas órdenes, temiendo estar rodeados por el enemigo. Aun así, continuaba escribiendo cartas a mi prometida, cada hoja manchada de sudor y esperanza.

El mensajero llegó, por fin, con noticias. Todos corrimos hacia el teniente, quien, tras leer la carta, comenzó a escribir una respuesta. “Si tienen cartas, este es el momento”, anunció antes de partir al amanecer. Formamos una fila para entregar nuestros mensajes, cada uno guardado con cuidado, sabiendo que contenían esperanzas y despedidas.

Al terminar, cada uno se retiró a descansar, pero no pudimos ignorar que el teniente entregó un sobre negro con los nombres de los caídos, aquellos que no sobrevivieron a sus heridas. Era un recordatorio sombrío de la realidad de la guerra.

Página 5:

Ana preparaba la cama para el próximo herido, un soldado que había perdido una pierna y cuya cabeza estaba parcialmente quemada por una granada. A pesar de los primeros auxilios que le salvaron la vida, el dolor era inmenso, mitigado solo por los medicamentos. De repente, un estruendo rompió la calma: soldados enemigos irrumpieron en el hospital, disparando y lanzando bombas sin discriminación. Ana corrió, pero las balas la alcanzaron.

Desperté sobresaltado, aún en mi cama, con el eco de aquel sueño terrible resonando en mi mente. Escuché a mi madre preguntar si estaba bien y respondí con una voz que no reconocía como mía. Me senté, apoyando los brazos en mis piernas, frotándome la cara para alejar los vestigios del sueño. La pesadilla me dejó inquieto toda la mañana, sin ganas de desayunar. Salí a caminar, tratando de sacudirme la impotencia y la preocupación que me consumían. No quería que ella se fuera. “¡Carajo!”, pensé, “esto no puede ir de mal en peor”.

Me dirigí a un pequeño lago para tranquilizarme, pero insatisfecho, continué subiendo por una pradera. Allí me encontré con Stuart, un amigo de la familia. Me vio afligido y decidió acompañarme. Mientras caminábamos, Stuart hablaba emocionado de su próximo servicio en la guerra, describiendo con gestos cómo enfrentaría al enemigo. Su entusiasmo por el combate contrastaba con mi desazón.

“A esos hijos de perra, deberíamos hacerlos sufrir antes de acabar con ellos”, decía con una sonrisa cruel.

“Tranquilo, Stuart, las cosas serán muy diferentes allá”, le advertí.

“Puede ser, amigo, pero cuento las horas para largarme de este pueblo y hacer algo con mi vida. Verás, cuando regresemos, la vida será diferente”, dijo, dándome unas palmadas en el hombro.

Reímos juntos, y por un momento, olvidé mis preocupaciones. Quizás al regresar, Stuart sería el primero en casarse, pensé. Uno nunca sabe lo que depara la vida.

“Jamás me casaré”, afirmó Stuart entre carcajadas. “Prefiero morir en batalla que quedarme atado a una mujer”.

Llegamos a la cima y contemplamos lo pequeño que se veía el pueblo. Por un instante, olvidé las despedidas y mi familia, pero no a ella. Stuart me sacó de mis pensamientos; era hora de regresar. Mantuve su alegría mientras caminábamos de vuelta, fingiendo que compartía su entusiasmo por la guerra.

“¡Vamos a la guerra y regresaremos siendo más que hombres!”, grité, intentando convencerme a mí mismo tanto como a él.

“Esa es la actitud, ya lo estás entendiendo”, respondió Stuart, y su risa resonó en la pradera.

Página 6:

Estallidos resonaban por doquier, mi rostro cubierto de tierra, las ráfagas de balas zumbando sobre nuestras cabezas. George, John y yo, junto con Starkey en retaguardia, nos encontrábamos atrincherados. El enemigo, atrincherado en un pueblo abandonado, resistía con una ferocidad que desafiaba nuestro cerco. Cada intento de asomarse para disparar era contestado con una lluvia de balas que nos obligaba a volver a cubrirnos. La pregunta persistía: ¿qué sentido tenía llegar hasta aquí?

John, con su carácter impetuoso, había desafiado al teniente preguntando por el objetivo de nuestra misión. La respuesta fue un golpe que lo dejó inconsciente por momentos, una lección brutal sobre la obediencia debida a los superiores. “¡Bomba!”, gritó alguien, y corrimos agachados hacia atrás, sin saber exactamente dónde caería, pero movidos por el instinto de supervivencia. El estallido cercano nos dejó aturdidos, la visión borrosa y los oídos zumbando.

A nuestro alrededor, heridos yacían dispersos, algunos retorciéndose, otros inmóviles como si durmieran. Me aferré a la esperanza de que no fuera el fin. El teniente me agarró del brazo, gritándome que me tirara al suelo. Obedecí, y en ese momento, llegaron refuerzos. Nos levantamos y avanzamos, mi rifle listo para encontrar un blanco. Vi a un enemigo buscando cobertura, era mi oportunidad. Disparé y fallé. Marc, a unos metros de distancia, se burló de mi intento y con un tiro certero eliminó al soldado. “Si sales vivo de esta, te enseñaré a disparar a larga distancia”, prometió.

La batalla se prolongó por días, comiendo raciones frías y enlatadas al ritmo de disparos y explosiones. George, el más joven del pelotón, dormía a pesar del caos. Hijo único de granjeros, era el tesoro de sus padres, quienes lo vieron partir a la guerra con corazones desgarrados.

Continué escribiendo cartas a mi prometida, narrando mis errores y aciertos, hablando de mis compañeros: el pequeño George, el rudo John y el silencioso Starkey. Mientras el sol anunciaba un nuevo día, el silencio cayó sobre nosotros. “¡Terminamos!”, gritó alguien a lo lejos. Los últimos enemigos se rindieron. Por un momento, pudimos respirar, pero sabíamos que mientras el teniente mandara, nada era seguro.

Ahora solo quedaba ayudar a los heridos y honrar a los caídos, sabiendo que nuestras provisiones no serían suficientes para curar a todos, pero teníamos que intentarlo.

Página 7:

El hospital estaba desbordado. Necesitaban medicamentos, vendajes y más personal. Los heridos llenaban cada espacio disponible, ocupando incluso los pasillos y las escaleras. Ana, con dos meses de trabajo ininterrumpido, mostraba en su rostro el cansancio de jornadas interminables. Aquella joven que se despidió de su prometido con un rostro radiante, ahora lucía ojeras profundas y una delgadez preocupante. Apenas conciliaba el sueño, y cuando lo hacía, era interrumpida por llamados urgentes. Pasaba sus días en las salas de operación, extrayendo balas, amputando miembros y suturando heridas.

Una semana después de su llegada al hospital, Ana no logró salvar a un soldado. La experiencia la sumió en una profunda depresión, y consideró abandonar su puesto. Se encerró durante un fin de semana, llorando e ignorando los golpes en su puerta. Exhausta, limpió su rostro, recogió las cartas que se acumulaban bajo su puerta y regresó al trabajo, reprendiéndose a sí misma: “El mundo no se detendrá si permanezco llorando todo el día”. Esas palabras, similares a las que ella le gritó a su prometido al despedirse, se convirtieron en su mantra de lucha.

Desde entonces, Ana se entregó a su labor con una mezcla de momentos buenos y amargos, siempre esforzándose al máximo. No había tiempo para pensar en nada más que en sus pacientes que tanto la necesitaban.

Solicitaba más suministros constantemente, enviando telegramas y cartas, frustrada por el enfoque del gobierno en la propaganda bélica y la compra de armamento. “No se dan cuenta de lo que está provocando la guerra”, se quejaba mientras sus manos trabajaban incansablemente.

Un día, un grupo de personas irrumpió en su conversación, buscando desesperadamente dónde dejar a los heridos. Ana les indicó un lugar, su voz firme a pesar del caos. Los gritos de dolor y las súplicas a los médicos llenaban el aire. Ana hacía lo posible por ayudar, moviéndose de un lado a otro, pidiendo a los soldados que sujetaran a sus compañeros heridos mientras aplicaba los procedimientos necesarios.

Página 8:

Ana revisaba el cuarto de estudio, donde los libros de la familia se alineaban como testigos silenciosos de la historia y la literatura, enciclopedias generales y volúmenes de temas específicos. Recordaba cómo, en su niñez, acudía a su padre con preguntas que él respondía con paciencia. Con el tiempo, él le enseñó a buscar las respuestas por sí misma en aquellos libros, una metáfora de su crecimiento, de ser guiada de la mano hasta poder caminar sola.

Independiente pero delicada, Ana había luchado por hacer entender a su prometido que no era como las demás chicas. Poseía los modales de una señorita, pero bajo su apariencia, había una mujer decidida y fuerte, capaz de encontrar satisfacción en sus propios logros. Comprendían y se amaban mutuamente por esas diferencias.

Su padre la observó desde la puerta, interrumpiendo su concentración. “Querida, si necesitas llevarte libros de medicina y enfermería, no dudes en tomar los que creas pertinentes. Solo te pido que te cuides”, dijo con una voz que intentaba ocultar su preocupación.

“Lo haré, padre. Recuerda que estaremos en un lugar seguro, lejos de las batallas. Además, hay acuerdos internacionales que protegen los hospitales”, respondió Ana, intentando transmitir una confianza que no sentía del todo.

“Hija, aún eres muy joven para entender la guerra. En la guerra, todo se vale. Si los acuerdos sirvieran de algo, ya habría acuerdos para no hacer guerras. Vamos, tu madre ha preparado la comida. No hablemos más de esto, no quiero verlas tristes por tu partida”, dijo su padre, cambiando el tema para aligerar el ambiente.

Esa tarde, la familia se reunió alrededor de la mesa, hablando de anécdotas y planes futuros, riendo y disfrutando de la compañía mutua, como si la guerra fuera solo un mal sueño lejano.

Después de la comida, Mairim, una amiga de Ana, llegó para visitarla. A pesar de sus diferencias, se querían como hermanas. Mairim le confesó a Ana que estaba enamorada de un muchacho llamado Stuart, el mismo Stuart que Ana conocía bien. “Mis padres no me permiten verlo, pero yo encuentro la manera. El otro día nos escapamos y fue tan romántico”, contó Mairim con una sonrisa soñadora.

Ana sonrió ante la inocencia de su amiga. “¿Crees que tu padre lo permitirá?”, preguntó, compartiendo la felicidad de Mairim.

“Por supuesto, ¿qué padre no querría un yerno héroe de guerra?”, respondió Mairim con optimismo.

Las dos amigas continuaron su charla, riendo y soñando con un futuro que deseaban fervientemente, un futuro lejos de la guerra y lleno de esperanza.

Página 9:

Stuart y Marc fueron los primeros en caer después de que desobedecimos las órdenes del teniente y nos aventuramos por nuestra cuenta a eliminar al líder enemigo. “Al final, todos moriremos de alguna manera”, era la justificación que nos repetíamos. Luego fueron George y Starkey, víctimas de un camino que nunca debimos cruzar. John y yo éramos los únicos supervivientes, él gravemente herido y yo cojeando, pero aún vivo. La noche nos envolvía, y sabíamos que debíamos descansar; al amanecer, llegaríamos al punto final.

Seguí escribiendo cartas, aunque sabía que era probable que nunca fueran enviadas. John parecía dormir, y yo luchaba contra las lágrimas mientras escribía. Juramos que uno de nosotros llegaría, que nuestra desobediencia no sería en vano. La guerra parecía interminable, y según la información que teníamos, el enemigo se fortalecía. Se decía que la guerra duraría tres años más. Esto tenía que terminar.

No recuerdo cuándo me quedé dormido, pero el sol en mi rostro me despertó. Preparé nuestras cosas, sacudí a John para que despertara, pero no respondió. Me negué a aceptar lo que había sucedido. Lloré junto a él, suplicándole que se levantara, pero estaba solo. Antes de partir, recordé las palabras que Ana me gritó cuando me despedí en la estación del tren, palabras que no entendí en ese momento pero que ahora resonaban con claridad.

Con rabia incontrolable, practiqué tiros difíciles, mejorando mi puntería. Solo necesitaba una bala, un disparo sin margen de error. Entrené hasta que llegué al punto indicado. Si la información era correcta, habría un evento militar donde podría encontrar a mi objetivo. “Ana, mi querida Ana, espero que estés bien”, pensé. “Esto está a punto de terminar”.

Página 10:

Era la despedida, un adiós que se extendía como una sombra sobre el nuevo año. “Escribiré siempre que pueda, prometo regresar intacto”, decía él, su voz cargada de una preocupación apenas disimulada. “Yo… estoy preocupado por ti”, confesó, rompiendo la promesa de mantenerse fuerte ante ella.

Ana lo interrumpió con un abrazo, sabiendo que las palabras sobraban cuando los sentimientos eran tan profundos. Lucharon por contener las lágrimas, pero la emoción era demasiado fuerte. Nadie sabe lo que depara el futuro, y en ese momento, el futuro era una incógnita que pesaba en sus corazones.

A lo lejos, Gerard y Ana observaban a Stuart y Mairim, también envueltos en un abrazo. Gerard sonrió, recordando las confidencias de Stuart, quien ahora se mostraba tan tierno, tan diferente del rebelde que pretendía ser.

“Quiero que sepas que te extrañaré”, dijo Ana, “y aunque la guerra nos haga olvidar momentáneamente, al regresar, retomaremos nuestra vida desde este punto, como si nada hubiera pasado”.

El último llamado para abordar el tren resonó en la estación. Stuart y Mairim se despidieron con un beso, y Stuart siguió a Gerard hacia el tren. Ana y Gerard se miraron por última vez, cerraron los ojos y se abrazaron. Un beso en la frente fue seguido por uno en los labios, un último beso que sellaba una promesa de reencuentro.

Subiendo al tren, Gerard levantó la mano en una despedida silenciosa. Ana corrió hacia él, gritándole una última vez: “Aunque lloremos y suframos, eso no detendrá el mundo. Haz siempre tu mejor esfuerzo”. Se alejó, y aunque sabían que podrían no volver a verse, la posibilidad de un adiós definitivo quedó sin palabras, un pensamiento compartido pero no expresado.

Página 11:

El rifle estaba en mis manos, el peso familiar y el metal frío contra mi piel. Apunté directamente al blanco, pero mi pulso traicionaba mi nerviosismo. Sacudí la cabeza, intentando despejar la ansiedad. Volví a enfocar la mira, y allí seguía él, levantando su brazo en un gesto de autoridad. Contuve la respiración, mis dedos acariciaron el gatillo, y bajé la mira un poco más. No podía encomendarme a Dios para matar a un hombre, así que me encomendé a la causa, a la esperanza de paz. Presioné el gatillo, y en ese instante, mi rostro reflejó la determinación de un soldado exhausto.

El humo del disparo cubrió mi visión, impidiéndome ver el resultado. Me levanté, dispersé el humo y volví a la posición inicial. Busqué con la mira y lo encontré tirado en el suelo, muerto de un disparo directo. El caos se desató, pero me oculté en una cavidad de la pared, esperando mi destino. Ahora tenía dos opciones: suicidarme si me encontraban o esperar a ser rescatado.

Muchos años después del disparo final.

“Papá, siempre cuentas la misma historia a tus nietos”, dijo mi hijo, “pero es hora de comer”.

“Si no lo hiciera, sería una ofensa para mis amigos caídos. Ellos deben vivir en la memoria”, respondí, levantándome del sofá y cojeando hacia la cocina.

“¿Necesitas ayuda, papá? ¿A qué hora llegará mamá del hospital?”, preguntó mi hijo.

“Tu madre siempre estuvo casada con su profesión, pero yo siempre fui su amante. Las escapadas que nos dimos…”, dije, y mi hijo me regañó por hablar así, aunque ambos sabíamos que era en broma.

“Ahí está tu madre, justo a tiempo para comer”, anuncié cuando la vi entrar.

Tiempo después del disparo.

Estaba en la estación del tren esperándola. La vi bajar del tren, y caminamos el uno hacia el otro, disfrutando del momento. Temíamos no reconocernos, pero al abrazarnos, todos los recuerdos volvieron. Era como si el tiempo no hubiera pasado desde nuestro último beso. Ella me tomó del cuello y me besó, imaginando que era el beso que nos dimos hace tanto tiempo.

29 diciembre 2015

Tus rodillas

Me percaté el otro día,
de tus rodillas al descubierto,
qué hermosura, qué armonía,
huesos y tendones, un concierto.

Me acerqué con curiosidad,
para hablar de esa maravilla,
con un gesto te señalé,
la rodilla, unión de muslo y pierna.

Tu sonrisa pícara brilló,
sin incomodarte, continué con fervor,
"Estos son ligamentos", te mostré,
externos e internos, cruzados, un tesoro.

Evitan que sufras dislocación,
¿Por qué tu risa, cuál es la razón?
¿Serán cosquillas las que te doy,
o acaso en algo me equivoqué yo?

El fémur, la rótula, la tibia,
mientras te digo que eres bonita,
la lección sigue, presta atención,
la rodilla aguanta tu peso, ¡qué emoción!

Pero también es el lugar,
donde mi mano puede reposar,
y mientras las tuyas se posan con suavidad,
nos miramos, en dulce intimidad.

28 diciembre 2015

Noche mágica

Esta noche fue mágica, especial,
algo de mí en ti logró quedar.
Los tatuajes que en tu piel dibujé,
cada uno con besos ardientes sellé.
Nos envolvimos en nuestro sudor,
y a ninguno de los dos le importó.
Estabas húmeda, y yo, en amor, me ahogaba.

Juntos nos sumergimos en el placer,
con el deseo de nuestra piel desprender,
para luego con dulce miel cubrirnos,
aquí estamos, dejemos que nuestros labios
sean eslabones que nuestras pasiones atrapen,
en un enlace que jamás se deshaga.

Mis manos, convertidas en palomas,
sobre tu figura danzaron con aromas,
recorrieron tu cintura sin demora,
acariciando la orilla de tu ombligo,
y al escuchar tu gemido sincero,
las palomas al fin encontraron su cielo.

26 diciembre 2015

Mi única adicción

Sueños de ardiente pasión,
alegran mi ferviente corazón.
Palpita con intensa devoción,
te has vuelto mi única adicción.

23 diciembre 2015

Llegaré con abrazos

Llegaré con abrazos, deseos fervientes,
a tu lado el frío se torna ausente.
Los malos momentos, perdidos, olvidados,
la fe en nuestros corazones, siempre guardados.


Es la ley de mi amor

Su cabello, un cosmos en expansión,
en sus ojos, la chispa de un sol en ascensión.
Sus labios, la mecha de una estrella en explosión,
sus manos, galaxias abrazando con pasión.

Ella, una constelación en mi corazón,
su cuerpo, la unificación de mi devoción.
No es una teoría, es la ley de mi amor,
rige el cosmos, nos guía con su fulgor.

Desde la era de Copérnico y Galileo,
Kepler soñó con descifrar su misterio.
Mas la verdad era simple, pura, sincera:
la solución no era describirte, sino conocerte, era.

Papel origami

—Tengo un regalo para ti —dijo él, extendiendo una caja envuelta en misterio—. Ábrelo.

Ella, con dedos temblorosos, retiró la tapa y descubrió su contenido. 
—Es papel origami, tamaño carta y completamente blanco —comentó, una ceja arqueada en escepticismo.

—Parecen hojas normales, y no tengo ni idea de origami —confesó ella.

—Justamente la reacción que esperaba —sonrió él, con una chispa de complicidad en la mirada—. Pero mira, te enseñaré cómo darles vida. ¿Tienes un lápiz?

Ella rebuscó en su bolso y encontró un bolígrafo. Al extender su mano para entregárselo, él la detuvo suavemente.
—Tú lo harás. ¿Qué figura te gustaría crear? Cualquier cosa que imagines.

Ella reflexionó, observando su entorno. A lo lejos, una mujer paseaba a su gato. Decidió empezar por algo sencillo: una mascota.
—Entonces, comencemos. Escribe la palabra de la figura que imaginas.

Con el bolígrafo, trazó en cursiva la palabra “gato”.

Al levantar el bolígrafo, el papel comenzó a plegarse solo, las esquinas cobraron vida, siguiendo las líneas manuscritas, hasta que, en un acto de magia pura, se convirtió en un gato.

—¿Cómo es posible? —exclamó ella, asombrada.

—Es la magia del origami —respondió él—. Y si quieres, también puedes darle color. Solo escribe la palabra y, entre paréntesis, el color deseado.

Ella tomó otra hoja y escribió: hipopótamo (color jirafa). Él sonrió ante la ocurrencia y observó, fascinado, la transformación. El papel se contorsionaba, luchando por adoptar la forma deseada. Y, contra todo pronóstico, emergió un hipopótamo con manchas negras sobre un fondo amarillento, que poco a poco se equilibró hasta alcanzar el tono perfecto de una jirafa. Ella lo tomó delicadamente, su alegría incontenible ante tan peculiar obsequio.

Aquella tarde, el juego con el papel origami continuó, y él también recibió un regalo. Pero esa es otra historia, que deberá ser contada en otra ocasión.

21 diciembre 2015

Restauradora de arte

Llegué al salón donde ella, en lo alto de una escalera, ajustaba un cuadro. Restauradora de arte, se especializaba en el legado colonial español en México. La observé, ajena a mi presencia, mientras el polvo danzaba en los haces de luz que cuidaban el color de las pinturas.

Me encantaba verla así, inmersa en su inspiración, ajena al mundo. Descendió y solo con un "hola" le revelé mi presencia. Se tocó la frente, disculpándose por olvidar nuestra cita, engañada por la ausencia de relojes y la luz natural. Le sonreí y le mostré la cena que había traído; si ella no podía ir a la cita, la cita vendría a ella.

Sentados en el suelo, entre bocados, me habló de las pinturas que cobraban nueva vida bajo sus manos. Me contó cómo monasterios y conventos eran refugio de artistas, cómo la nueva tierra ansiaba su propio arte sin olvidar la visión del viejo mundo. Arte sacro, esculturas devotas, todo para iluminar tanto a fieles como a incrédulos.

Señaló las obras que nos rodeaban, cada una con su impacto silencioso: hombres en sacrificio, mujeres en oración, madres e hijos compartiendo el sustento, ancianos y ángeles en espera, sacerdotes prometiendo cielos y un hombre de rostro ensangrentado. Escuché en silencio, sintiendo el frío del lugar intensificarse bajo la mirada de las figuras que, en su quietud, parecían rehusarse a encontrarse con nuestros ojos.

—Los maquillas para que se vean igual de tristes —comenté.
Ella rió.
—No, a pesar de su tristeza, tienen belleza. El artista conocía el sufrimiento, pero mira sus rostros, hay naturalidad en ellos.
—Pero si conocía el sufrimiento, debía conocer también la alegría, o al menos cómo dibujar sonrisas. Tanta solemnidad me abruma.
—Quizás eso es lo que buscaban. La tristeza invita a buscar consuelo, ¿no es eso lo que deseaban las iglesias de entonces?

—Tú eres la experta en restauración y en historia, yo solo soy un espectador de tu arte —le dije.
—Deberías ser espectador del arte —me corrigió—. Y lo que tú haces, ¿no es también arte?
Se sonrojó.

Fue una cita memorable. Para la próxima, esperamos un lugar más acogedor, libre de tantas miradas furtivas. Y espero que esta vez no se le olvide. Nos reímos juntos, cómplices en el arte y en la vida.

20 diciembre 2015

Bajo el candil

¿Recuerdas los sombreros de copa,
los paseos en carruajes decorados,
sosteniendo telescopios hacia las estrellas,
inventando viajes ilimitados?

Siempre coleccionábamos hojas de árboles,
murmurando secretos entre paredes,
mirándonos a través de los cristales,
tal vez aún lo recuerdes.

Éramos jóvenes despreocupados,
besándonos en rincones inesperados,
mirando el cielo, juntos acostados,
como dos locos enamorados.

Con mi sombrero de copa y tu cabello embrujado,
ven, caminemos lado a lado,
del futuro al pasado,
algún día sabrás cuánto te he amado.

Dábamos al tiempo un adelanto,
ignorando los límites del mundo ancho,
solo tú y yo, redactando manuscritos,
el paso del viento los dejó ocultos.

Bajo el candil, sobre la mesa,
reposaban las flores de nuestra promesa,
y en el umbral, junto a la puerta,
la carta que dejaste, eterna y cierta.

Ni siquiera yo sé

—No puedo darte lo que esperas, lo que mereces, lo que anhelas —dijo con una voz que parecía cargar el peso del mundo.

—¡Vamos! Ni siquiera yo sé lo que quiero. Si lo supiera, no estaría aquí, pero aquí estoy, buscándolo. Y en mi búsqueda, el destino me ha traído hacia ti. No tengo idea si eres la pieza que falta, pero algo me dice que sí, que debes ser tú.

El peor pecado

Sigues abriendo la herida en mi ser,
aquella que surgió al conocerte, mujer.
El peor pecado, he de reconocer,
es perderse en la belleza de tu ser.

Era un santo en mi deber,
pero a tu lado aprendí a ceder,
que incluso un santo puede caer.

Si el cielo entendiera el querer,
estoy seguro de que elegiría renacer,
solo por el beso de una mujer.

Razones bellas que ignoré ayer,
hoy en mi alma vuelven a florecer,
pues aún me queda mucho por aprender.

Me enamoré de tu dulce proceder,
olvidé el cielo en el amanecer,
tenía un gran poder,
que contigo, amor, logré perder.

De todas las mujeres que vi

De todas las mujeres que vi,
contigo me dejé llevar por el amor,
lamentablemente no puedes estar aquí,
y en tus manos soy prisionero sin temor,
mi libertad se esfuma, no la hallo en ningún lado,
y aunque en la batalla pueda yo perecer,
vale más seguir intentando que olvidarte alguna vez.

Soy ese hombre humilde,
que a tu ventana llega desvelado,
buscando lo que el destino me ha negado,
mi suerte me desilusiona, no me permite estar contigo,
mis esperanzas se desvanecen, ya no sé qué decirte,
pero debo advertirte,
que jamás lograré olvidarte,
y mientras tú me lo permitas,
aquí estaré cada noche,
como ese hombre sencillo que busca enamorarte.

17 diciembre 2015

Soy todo tuyo

Quiéreme, quiéreme, no me dejes ir,
ahora que me tienes, bésame, hazme sentir.
Aprovecha este momento, soy todo tuyo,
haz conmigo lo que más desees, sin orgullo.

Hoy podría morir, pero no sin verte,
eres mi razón de vivir, mi suerte.
No me iré sin tenerte y nunca perderte,
en tu amor encuentro mi norte, mi fuerte.

Ahora que soy tuyo, olvida el orgullo,
no me dejes, no me dejes, en este arrullo.
Hazme tuyo una y otra vez,
en tus brazos siempre renaceré.

¿Qué es el arte?

—¿Qué es el arte? —preguntó ella con curiosidad.
—El arte —le respondí con claridad—
es la búsqueda incansable de tu mirada,
la adoración en cada madrugada,
enamorarse de tu risa iluminada,
amarte en cada verso, en cada jornada.

Es besarte con pasión desenfrenada,
abrazarte y sentir que el mundo no pesa nada,
mirarte y descubrir universos en tu mirada,
escucharte, cada palabra, una melodía alada.

Es avivarte en el lienzo, en la palabra cantada,
acariciarte con pincel, con pluma alzada,
eso, mi querida, eso y más es el arte,
un eterno amarte, en cada instante, en cada parte.

14 diciembre 2015

Encendió otra vela

La muchacha se asomaba por la ventana, observando a través del cristal el mundo exterior. Al tocar el vidrio, sentía el frío que se filtraba, un contraste palpable con el calor de su habitación apenas iluminada por la vela. Jugaba con las sombras, esa pobre mujer, hermosa y temerosa, temerosa de aventurarse más allá de su refugio.

Apenas visible en un espejo medio oculto por sábanas, se decía a sí misma que contemplar su figura reflejada por demasiado tiempo podría llevarla a la locura.

Desnuda, miraba de reojo el espejo, queriendo verse por completo, pero solo permitiéndose vislumbrar fragmentos de su ser, como si armara un rompecabezas en su mente. Aunque no era suficiente, le ofrecía cierto consuelo. Se preguntaba cómo sería realmente.

Cuando la vela se consumió, la oscuridad se apoderó de la habitación. La muchacha entreabrió ligeramente la cortina para dejar pasar un hilo de luz. Sentada junto a la ventana, en la penumbra de su cuarto, extendió su brazo, intentando capturar un poco de esa luz que, como agua, se le escapaba de la mano para volver al punto donde caía.

Observaba a las aves construir sus nidos, a las nubes deslizarse por el cielo, y presenciaba las fases de la luna con el paso de los días. Cuando llovía, las gotas tamborileaban en su ventana, arrullando sus sueños, pero los rayos la mantenían despierta. Durante sus baños, no quería oír nada más que el agua acariciando su piel, como si fuera el tacto de un amor invisible.

Encendió otra vela, otro día enclaustrada, otro día sumida en su peculiar felicidad.

Por los callejones

Por los callejones, de la mano vamos,
en rincones oscuros nos encontramos,
jugando bajo el cielo estrellado,
besando las flores, nuestro amor sellado.

Nos escondemos de la luz estelar,
en las sombras, lejos de mirar,
con pasión y locura a desatar,
en un juego que nadie puede igualar.

La luna se despide, sin sospechar,
de nuestro secreto logró ignorar,
las estrellas también se van,
sin testigos de nuestro amar.

Mientras tanto, tú y yo,
sin despedidas, sin ningún temor,
seguimos en nuestro dulce fervor,
hasta que el alba nos sorprenda con su calor.

13 diciembre 2015

En aquellos tiempos remotos

En aquellos tiempos remotos, cuando la humanidad aún danzaba al ritmo de las constelaciones, la Vía Láctea se desplegaba sobre nosotros como un gran lienzo celeste. Imagina tan solo, esa inmensa mancha astral iluminando la bóveda nocturna, un espectáculo que convertía cada lluvia de estrellas en una sinfonía de luces fugaces. Los hombres, aún solitarios y dispersos por los rincones más recónditos del planeta, observaban con temor reverencial aquellos objetos incandescentes que surcaban el cielo, ignorantes de que eran testigos privilegiados del nacimiento de nuevos astros.

Pero ¿qué fue de esa conexión primigenia entre el hombre y el cosmos? Aquella simbiosis cósmica, ¿se ha perdido en el laberinto del tiempo? ¿Dónde quedó el lugar que ocupábamos en el universo, aquel espacio entre los astros donde cada ser humano encontraba su reflejo estelar?

Batalla

Niña de luz, niño de sombra,
ella, hija del cielo; él, vástago de la tierra,
partieron a librar una guerra,
destinados a una muerte aún no escrita,
solo uno debía sobrevivir,
para inducir vida al tiempo mismo,
una ley ancestral debían cumplir,
y el destino se decidiría en el campo de batalla.

Desde su tierna juventud entrenaron,
junto a arqueros, guerreros y acróbatas,
magia y proezas fueron sus aliados,
bajo la mirada de profetas que los alentaban.
Crecieron en poder y en valor,
con la convicción de merecer,
el llevar el corazón del vencido,
ante los pies de su soberano.

Jóvenes incrédulos,
todo les fue enseñado,
excepto la advertencia crucial,
que el amor podría ser su final.
Y llegó el día señalado,
en que frente a frente se hallaron,
tras años sin verse, se reconocieron,
y lo que sintieron, nunca lo imaginaron.

Uno de los dos debía perecer,
y fue ella, la niña de luz, quien eligió morir,
infligiéndose una herida letal,
pero él, incapaz de soportar su partida,
tomó la misma espada,
y por cada lágrima derramada,
se hirió tantas veces como pudo,
hasta que su vida se desvaneció junto a la de ella.

Ambos fallecieron,
y aunque al tiempo se le concedieron más días,
la ley ya no fue respetada,
en memoria de aquellos jóvenes valientes,
se decidió dejar que el tiempo fluyera libre,
hasta que llegue el inexorable fin de todo.

12 diciembre 2015

En un solo acto

Haces vibrar cada hueso, tensar cada músculo en su ser,
mi corazón late fuerte, y en mis venas, la pasión puede arder.

Muérdeme o bésame, no importa cuál sea el gesto inicial,
quiero sentirte amándome, en un éxtasis sin igual.

Rozaré con mis labios tu frente, descenderé por tu cuello con pasión,
subiré a tus pechos, me deslizaré hasta el ombligo sin vacilación,

Bajaré por el monte, recorreré tus muslos, en un viaje sin fin,
finalizaré en tus pies, en un rastro de caricias que se siente divino.

Destrózame y ámame, en un solo acto, por favor,
rásgame o acaríciame, pero permanece conmigo hasta que salga el sol.

En el rincón más insólito

En el rincón más insólito para entablar un diálogo, dos jóvenes se entregaban a una charla efervescente sobre la naturaleza del tiempo. La discrepancia residía en sus perspectivas: ella, una filósofa; él, un ente de otra índole. Él, astuto, halló el pretexto perfecto para robarle un beso bajo el siguiente razonamiento.

"Considera que un filme proyecta 24 fotogramas por segundo para simular movimiento. Si una película en el cine se extiende por dos horas, contamos con 7,200 segundos. Así, 24 \times 7,200 = 172,800 fotogramas en total. Ahora, imagina que poseo una cámara de poder inusitado, capaz de capturar infinitas imágenes por segundo. Propongamos un experimento.

Concédeme un beso, uno que perdure apenas un segundo. Mientras te aproximas y me lo ofreces, capturaremos 24 fotografías en ese instante. Al transformarlas en un cortometraje, ¡observa! Con solo 24 imágenes hemos logrado apreciar el instante preciso de tu beso. La desventaja: la duración efímera de la película, meramente un segundo.

Ahora, bríndame otro beso, igualmente efímero. Pero en esta ocasión, durante ese beso, registraremos 9,192,631,770 fotografías. Una vez consumado el beso, la cámara habrá cumplido su cometido. Dispondré de 9,192,631,770 fotografías para ensamblar un largometraje. No obstante, dado que mi cerebro procesa un mínimo de 24 imágenes por segundo, al dividir 9,192,631,770 entre 24, obtenemos 383,026,323.75 segundos, lo que se traduce en 12.145 años.

El efímero beso de un segundo, lo hemos metamorfoseado en un beso que se prolonga por más de 12 años. En conclusión, es factible capturar cuantas fotografías deseemos en un segundo para eternizar un beso que, en teoría, podría durar hasta el fin de los tiempos.

Recuerda, mi intención era obtener un beso y terminé cosechando dos."

09 diciembre 2015

El piano

Cuando el manto nocturno cubra el día y te entregues al sueño, descenderé a la sala, donde las sombras danzan al compás de mis dedos sobre el piano. Me dejaré llevar por la emoción, por esa musa esquiva que, en un suspiro, puede revelar una melodía. La atraparé, la plasmaré en partituras; será nuestro secreto nocturno, nuestra canción.

En la penumbra, me acercaré a tu puerta, sin más sonido que el latido de mi corazón. Allí, en la quietud, te observaré, grabando en mi memoria tu serena imagen, mientras imagino que compartes el refugio de la sala, a mi lado, acariciando las teclas conmigo. Pero reposas en tu lecho, en un sueño apacible y distante.

Tus manos hablan de amor cuando me envuelven, me atraen hacia ti para depositar un beso en mi frente. Si tan solo conocieras la dicha que me embarga al rodearte con mis brazos, al llevarte al parque, donde los pasos se cuentan y las lágrimas se liberan. No es caridad, es amor el que me impulsa; no eres una carga, eres el vuelo de mi existencia.

Anhelo componer para tu día una balada, una pieza para danzar contigo en un abrazo etéreo, una melodía que quizás ya escuchaste en tus sueños. Deseo ver tu sonrisa iluminar la estancia mientras te confieso que, hace más de un año, el piano se convirtió en mi confidente, en la sala silenciosa, intentando dar vida a la melodía que ahora te pertenece. 

Ella y Él

Él: Escucha, me atraes.
Ella: ¿De veras?
Él: No te hagas la inaccesible. Confieso que soy un cobarde para las declaraciones.
Ella: (Risas contenidas) Disculpa, no pude resistirme a ver tu reacción.
Él: ¿Alguna vez has contemplado la forma de las neuronas en nuestro cerebro? Guardan un asombroso parecido con el universo. Una red de filamentos que, a escalas cósmicas, se asemejan a neuronas. No soy experto en términos médicos, pero deseo transmitirte la esencia de mi pensamiento.
Ella: Sí, lo he estudiado en clases. ¿Por qué esa similitud? Pareciera que el cielo intenta comunicarnos que no estamos aislados, que, de alguna forma, estamos entrelazados.
Él: Que a pesar de la inmensidad que separa las estrellas, existe un lazo que nos une, aunque nos sea desconocido.
Ella: He leído acerca de la fuerza de gravedad, esa atracción entre planetas y cuerpos celestes. Es fascinante.
Él: ¿Crees que tal fuerza opere entre nosotros?
Ella: (Sorprendida por la pregunta, al principio malinterpreta, pero luego comprende la intención, y opta por el silencio)
Él: ¿Quisieras ser mi compañera de vida?
Ella: (Sonrisa amplia) Eres hábil cambiando de tema, ¿lo sabías? Pero sí, me encantaría.
Él: Entonces, debe haber una poderosa fuerza de gravedad entre nosotros. (Risas cómplices)
Ella: ¡Vaya! Eres terrible, después de toda esta espera para que me lo pidieras, resulta que ahora eres un científico.
Él: Siendo científico, mi mayor desafío será desentrañar los enigmas que guardas.
Ella: ¿Así que soy un enigma? Será todo un desafío, entonces.
Él: Exactamente, y eso es lo que me fascina de ti.
Ella: (Lo observa, y sin mediar palabra, lo besa)
Él: (Corresponde al beso con igual pasión)

Estimada Señorita

Estimada señora:

Con el permiso que no me ha concedido, me atrevo a redactarle estas líneas. Hace unos días, nuestros caminos se cruzaron, o más bien, usted irrumpió en mi trayectoria con tal fuerza que, sin querer, hice llover sobre el pavimento un otoño de hojas manuscritas. Soy escritor, o al menos eso pretendo ser, y en aquel vendaval inesperado, algunas de mis creaciones se perdieron sin que me percatara.

Le confieso que la responsabilizo de aquel desastre literario, de haberme despojado de años de trabajo. Los escritos que se esfumaron entre sus pasos eran cuentos y poesías, tesoros de mi alma ahora vagando huérfanos por la ciudad.

Si no hubiera sido por su presencia perturbadora, hoy estaría celebrando la publicación de un compendio de relatos iniciado hace lustros. Pero ¿qué valor tendrían esas páginas sin alma, sin la esencia que usted, sin saberlo, ha vertido en ellas? Mis poemas carecían de su esencia antes de conocerla, y mis cuentos ignoraban la existencia de un ser como usted. Ha desmantelado mi mundo, señora, y con él, la ilusión de una obra completa.

Descarté todo lo anterior y empecé de nuevo, porque desde que la vi, todo cambió. Ahora escribo incansablemente, día y noche, con usted en cada pensamiento. Quizás deba sentirse culpable, pues su imagen me ha robado el sueño y el apetito. Antes escribí sobre este sentimiento, sin imaginar que pudiera vivirlo; ahora sé que se llama amor.

Por su culpa, he perdido cien poemas y treinta y cinco cuentos, pero en su lugar, he creado más de trescientos nuevos versos y ochenta y siete relatos desde aquel atardecer en que usted me hizo tropezar. Mi editor los aclama, exigiendo más. ¿Más? Si mi intención era publicar un solo libro, y ahora me veo abrumado por la demanda de continuar. Y es que cada palabra que plasmo pensando en usted acelera mi corazón y desborda mi mente de ideas.

Propongo que nos encontremos, para aclararle que usted es la única responsable de lo que le suceda a este corazón. Para reparar los daños, deberá cuidarlo y mantenerlo sano. De lo contrario, me veré obligado a escribirle sin cesar, hasta que atienda mi llamado. Será insoportable para usted entrar a una librería y encontrar mis obras, todas dedicadas a su persona. Y cuando abra el periódico, en la sección cultural, encontrará mis pensamientos diarios, siempre dedicados a usted.

Espero que estas palabras la conmuevan y decida ayudarme a encontrar la paz que su belleza me arrebató.

Con la esperanza de su respuesta, me despido con una reverencia y mi sombrero en alto.

Atentamente,
Un escritor enamorado

Tu mirada me cautiva

Tu mirada me cautiva, me envuelve en locura,
con su misterio hermoso, es pura ternura.
Quiero verte hoy mismo, saber a dónde voy,
en tu presencia hallar el camino que perdí.

Navego en un mar de ideas, en tormenta sin fin,
en la noche más oscura, sin estrellas a seguir.
Mas mi corazón valiente, mi guía en la penumbra,
en el alma hay una voz que a ti me lleva siempre.

Dime a dónde ir, qué acciones tomar,
temo caer en la sombra, en la soledad.
El miedo de perderte, de nuevo en la distancia,
me atormenta, me consume, me roba la esperanza.

Esa mirada tuya, en sueños la he visto,
cuando el cielo se aclara, y el miedo es vencido.
Miro hacia el frente, mi ser se acelera,
con la brisa de la esperanza, que a mi alma eleva.

Las velas se despliegan, el viento las impulsa,
con aires de esperanza, mi barco ya no duda.
El timón firme en mis manos, la ruta se despeja,
la brújula interna, mi deseo refleja.

No abandonaré lo que mi corazón ansía,
seguiré adelante, con valentía.
Conquistaré mis sueños, sin miedo a la deriva,
tu mirada es mi faro, en esta odisea de vida.

04 diciembre 2015

En el silencio de la luna

En el silencio de la luna,
donde los sueños se hacen mar,
navega un barco de esperanzas,
rumbo a la eternidad.

La brisa lleva melodías,
de un amor que nunca morirá,
tejiendo entre las sombras,
una historia sin final.

Cada estrella, un recuerdo,
cada luna, un suspirar,
en este universo inmenso,
tu amor siempre brillará.

02 diciembre 2015

Desde el amanecer

Del otoño a la primavera,
qué distintos nos mostramos,
tú, de mirada hechicera,
yo, de manos que encantan a ratos.

Desde el amanecer hasta el anochecer,
es esencial poder comprender,
que para el alma satisfacer,
debemos a su voz obedecer,
y así dejar el amor florecer.

Si el viento

Si el viento del olvido se llevase cada rastro de su esencia de mi memoria, ¿renacería acaso la chispa de aquel amor? ¿Volvería a tropezar con las mismas piedras de este sendero? Estas preguntas me asedian y, aunque las respuestas las busco, se deslizan entre mis dedos como sombras al ocaso.

Cartas vacías

Cartas vacías, repletas de letras,
palabras mudas, sin nada que contar,
en cada trazo busco la frase perfecta,
las palabras que puedan implorar:
"Quédate ahora, no te vayas a marchar."

Las palabras justas nunca estuvieron ocultas,
pues nunca llegaron a ser plasmadas,
el deseo era tan solo no perderte jamás,
más he fracasado, una vez más.

Cartas vacías, repletas de letras,
palabras mudas, sin nada que contar,
más quien las redactó,
no logró expresar la verdad,
lo que en su alma ardía sin cesar.

30 noviembre 2015

Anoche comprendí

Anoche comprendí que te añoraba,
no sabía que aún morabas en mi mente oculta,
lo descubrí al sentir tu abrazo que me alzaba,
una paz me invadió, inalcanzable y absoluta,
solo tú provocas esto, solo tú lo lograbas,
más te conformas con poco, o temes perderlo todo, en disputa.

Prefieres la distancia, amarme en el secreto,
lo entiendo, somos dos almas en eco,
ahora que existimos, ¿qué es lo que hacemos?
sí me dieras un minuto, si te diera ese tiempo,
¿Cómo acabaría nuestra historia, qué destino tenemos?
¿Qué sientes cuando juntos desafiamos al viento?

Caminaremos juntos, de la mano, sin desvío,
bajo el cielo testigo de un amor no dicho,
secretos que se pierden, como recuerdos en el río.

Llegó la hora de partir, de un adiós no previsto,
esconderemos las manos, desviaremos el rostro,
fingiremos desconocernos, negaremos lo escrito,
mentiremos si nos cuestionan, si aún arde nuestro mito.

Redacté el poema más hermoso

Redacté el poema más hermoso del orbe,
el cénit de los versos que jamás se han descrito,
más se extravió... de su esplendor, solo absorbe
mi memoria el final, dulce y bendito:
"Te quiero", decía, y en mi alma se inscribe.

22 noviembre 2015

Con un piano de juguete

Con un piano de juguete,
melodías nacen en mi mente,
para declararte dulcemente,
mi amor por ti es para siempre.

La princesa anhela soñar

La princesa anhela soñar,
pero antes de descansar,
desea en papel plasmar,
versos que puedan vibrar.

Su mano, con gran destreza,
se mueve en la mesa,
trazando lo que el alma pesa,
en un mar de pura belleza.

Lo que su corazón confiesa,
en cada línea que empieza,
es un sueño que tropieza,
con la realidad que adereza.