31 enero 2015

Las puertas de febrero

¿Hasta cuándo comprenderás que no deseo flores, ni vino, ni las compras mundanas? No anhelo esas trivialidades; me basta con la certeza de tu amor. Pero si insistes en impresionarme, ofréceme un abrazo, no uno efímero, sino uno que exija mi exigencia: cálido, fuerte y perdurable.

No me mires con esa tristeza en tus ojos; me despojas del deseo de besarte con ardor. En su lugar, deposito un beso en tu frente, impregnado de ternura y una sombra de dolor, anhelando que entiendas que tu amor es mi único requerimiento.

Tu llamada matutina indagaba sobre mis sueños contigo. He aquí la verdad: no te soñé anoche. Pero si me preguntas ahora, ¿sueño contigo? Sí, en este instante, y tú estás aquí, conmigo. Quiero que sepas que te amo.

Estamos a las puertas de febrero, y no deseo que nos agobie la presión de lo que ese mes representa para nosotros. Te lo digo ahora: nos basta con saber que nos amamos. El resto seguirá su curso; no dejamos nada al azar, ni debemos pensar así. Pero ten presente, lo bueno siempre atrae a lo bueno, y aunque a veces lleguen los malos momentos, también se irán.

Me despido, pero antes, una distracción: la distancia entre la Tierra y la Luna hoy es de 395,306 km, con una visibilidad del 93% luminosa. Te lo menciono solo para robarte un instante y, con suerte, un beso furtivo.

26 enero 2015

Los pequeños detalles

Siempre procuro ser distinto, tanto en presencia como en ausencia, en palabras y en silencios. ¿Por qué? Porque cada amor es un universo inédito, y la repetición es un fantasma que acecha la originalidad de los sentimientos.

Es fascinante descubrir que con cada persona hay un mundo nuevo por explorar, y siempre puedo decir: "¡Esto es nuevo para mí!" Esa novedad es la chispa de la felicidad, la curiosidad que me impulsa a seguir adelante. Después de cada adiós, me tomo un tiempo para sanar, para volver a preguntarme sobre la magia de un beso, la calidez de un abrazo, la conexión de las manos entrelazadas. Solo entonces, cuando estoy en paz conmigo mismo, estoy listo para volver a amar.

Confieso que cada mujer que ha pasado por mi vida se ha llevado un pedazo de mi corazón. A todas les he dado lo mejor de mí, y ellas a mí. Pero hay un rincón aún vacío, reservado para alguien especial, alguien aún desconocido.

Las decisiones más trascendentales las he tomado enamorado, y es ese amor el que me ha llevado a donde estoy. Si una nueva presencia descubre estas líneas, que no se sienta menospreciada; al contrario, es la suma de mis experiencias, lo aprendido, lo que debo y no debo hacer. Cada relación es un universo distinto, con sus propias leyes y estrellas.

"He aprendido" significa que he sentido dolor y he causado dolor. Es una lección vital: recordar quién eres y no lastimar. Conocerse a uno mismo reduce las probabilidades de herir y ser herido, aunque no es una garantía absoluta. En el amor, como en la vida, hay de todo, pero lo importante es saber navegar las aguas de la emoción.

Recuerdo una vez, en una parada de autobús, ella mencionó una canción que le gustaba. Distraído, apenas asentí, sin darle la importancia que merecía. Con el tiempo, esa melodía me transportó de vuelta a aquel momento, y comprendí que debí haber escuchado con más atención.

Ese recuerdo me enseñó a valorar cada palabra, cada instante compartido, porque esos breves segundos eventualmente cobran vida propia. Son los pequeños detalles los que construyen grandes momentos, los que profundizan los sentimientos y los hacen genuinos y duraderos.

25 enero 2015

Así te quiero

Amo tus defectos, tus lunares, tu ser,
tus líneas que expresan más que mil palabras,
tus debilidades, tus ojos que en tristeza se sumergen,
tu voz y silueta que mi mundo acaparan.

No busco perfección, 
pues en tus imperfecciones hallo mi afecto,
no eres deidad ni ser alado, 
eres un encanto perfecto.

Amo tu piel bronceada por el astro rey,
tu aroma natural, sin artificio ni ley,
adoro tus ojos libres de maquillaje,
que revelan la verdad de tu hermoso viaje.

Amo tus temores, tus sueños, tu hablar,
adoro escucharte en la quietud nocturna,
y verte despeinada al despertar,
en esa sencillez que a mi alma retorna.

24 enero 2015

Fragmentos de memoria

Desperté con tristeza al alba, fue solo un sueño fugaz,
de esos que en fragmentos persisten, que no logras abrazar.
No luché por retenerlos, dejé que se esfumaran,
los vestigios en mi mente, sin ganas de indagar.

Intenté volver al sueño, a la calma del olvido,
mas antes de sumergirme, volví al deseo perdido,
al anhelo constante, a las palabras ansiadas,
las que más quiero oír, que hoy no fueron pronunciadas.

Lucy

En un rincón del cosmos, donde los sueños se entrelazan con la realidad y las estrellas parpadean al ritmo de los deseos, vivía Lucy, una niña con la mirada fija en el infinito. Su habitación, un santuario de juguetes y libros, era también la cápsula de un sueño recurrente: tocar las estrellas.

Cada noche, Lucy se aventuraba en su cama, convertida en nave espacial, saltando entre cojines y sábanas, intentando desafiar la gravedad y alcanzar esos puntos luminosos que titilaban en la oscuridad. Su madre, siempre preocupada, le advertía del peligro, pero Lucy solo veía el cielo como un lienzo por pintar con sus dedos.

Un día, mientras el sol aún bostezaba en el horizonte, Lucy encendió la televisión. Un programa especial sobre el espacio prometía revelar los secretos del universo. Con ojos curiosos y mente inquieta, absorbió cada palabra, cada imagen de naves y astronautas, cada mención de distancias y luces. Pero la realidad era un muro frío y distante; el espacio, un sueño esquivo.

La tristeza se reflejaba en el rostro de Lucy al terminar el programa. Su madre, al verla tan cabizbaja, intentó consolarla, pero Lucy guardaba silencio, abrazando su sueño con la fuerza de la inocencia. Esa noche, mientras las estrellas parpadeaban en el firmamento, Lucy saltaba en su cama, acercándose a ellas solo en su imaginación.

Su padre, testigo de su pasión por las estrellas, decidió regalarle una herramienta para explorar el cosmos desde su habitación. Una computadora, que sería su telescopio hacia lo desconocido, su nave para navegar por el océano estelar.

Lucy, con la curiosidad que caracteriza a los soñadores, se sumergió en el mundo digital, buscando respuestas, buscando un camino hacia las estrellas. Noches enteras pasó frente a la pantalla, explorando sitios de astronomía, devorando libros y documentales, pero las estrellas seguían lejos, inalcanzables.

Hasta que una noche, algo extraordinario sucedió. Mientras Lucy dormía, su cama comenzó a elevarse, suavemente al principio, luego con la certeza de un propósito. La ventana se abrió como por arte de magia, y la cama, con Lucy aún abrazada a sus sueños, se deslizó hacia el cielo nocturno.

La habitación de Lucy, ahora vacía, solo iluminada por la luz de las estrellas que se colaba por la ventana abierta, guardaba el eco de su risa y la promesa de una aventura. Mientras tanto, en el vasto teatro del universo, Lucy se encontraba en pleno vuelo, su cama como nave, surcando el cielo estrellado.

El miedo inicial dio paso a la maravilla. La Tierra se había convertido en una esfera azul y verde a lo lejos, y la Luna saludaba con su pálida sonrisa. Lucy, con los ojos abiertos como dos lunas llenas, extendió su mano y rozó la superficie lunar, sintiendo su textura bajo sus dedos.

Más allá de la Luna, las estrellas la llamaban. La cama, obedeciendo un deseo más antiguo que el tiempo, se acercó a una estrella que titilaba con timidez. Lucy, con una voz apenas audible, le susurró a la estrella, declarándola la más hermosa del firmamento. Y en ese instante, la estrella comenzó a brillar con una luz nunca antes vista, como si las palabras de una niña tuvieran el poder de encender el universo.

El viaje de regreso fue un descenso tranquilo a través de las nubes que se abrían como cortinas. La cama voladora, guiada por algún misterioso radar, encontró su camino de vuelta a la habitación de Lucy, que esperaba en silencio su retorno.

La noche se despidió con un guiño estelar, y Lucy, con los ojos aún llenos de universo, se acostó sabiendo que algo en ella había cambiado. La ventana abierta era un portal a sus sueños cumplidos, y la estrella que había tocado brillaba como un faro, confirmando su hazaña.

La mañana siguiente, la cocina se llenó de historias de camas voladoras y estrellas tocadas. Los padres de Lucy, entre sonrisas incrédulas, escuchaban la odisea de su hija, deseando creer en la magia de su relato.

El periódico matutino cayó en manos del padre, y lo que sus ojos leyeron lo dejaron petrificado. La madre, curiosa, se asomó sobre su hombro, y juntos descubrieron una noticia que desafiaba la razón: "Investigadores de la NASA observan una cama voladora en el espacio".

Lucy, ajena a los titulares del mundo, solo sabía que su corazón había navegado por el cosmos, y que las estrellas, esas musas de poetas y soñadores, ya no eran un sueño lejano, sino amigos que habían guiñado en la inmensidad de la noche.

21 enero 2015

La biblioteca de Marlenne

En un reino suspendido en el tiempo y el espacio, Marlenne despertaba cada mañana con el suave balanceo de su castillo, que descansaba sobre la espalda de una tortuga gigante. Esta no era una tortuga común, sino una criatura mágica que surcaba los mares del mundo y los mares del cielo, llevando a Marlenne a lugares donde los mapas se rendían al misterio.

La joven princesa había visto amaneceres que competían en belleza con los atardeceres, y estrellas que contaban historias de constelaciones olvidadas. Pero esa noche, algo diferente llamó su atención: una danza de colores que se tejía en el cielo nocturno, un espectáculo que nunca había presenciado.

Marlenne se asomó por la ventana de su habitación, sus ojos reflejando la paleta de luces que bailaba ante ella. Era como si el cielo hubiera decidido pintar su propia aurora, pero no una aurora cualquiera, sino una que parecía contar una historia, una melodía visual que hablaba de tiempos y lugares distantes.

Intrigada, Marlenne descendió las escaleras de caracol de su castillo, sus pasos resonando en los muros antiguos, hasta llegar a la puerta principal. Abrió con cautela, esperando que el fenómeno celestial aún estuviera allí para revelarle sus secretos. Pero al salir, solo encontró la oscuridad de la noche y el murmullo del viento marino.

Con una mezcla de decepción y curiosidad, Marlenne decidió que debía descubrir el significado de aquella manta de colores. Sabía que, en algún lugar, entre los millones de libros de su biblioteca, encontraría la respuesta.

La biblioteca de Marlenne era un universo en sí mismo, un laberinto de conocimiento donde cada libro era una estrella, cada página un mundo por descubrir. Con la determinación de quien sabe que la respuesta está al alcance, Marlenne se adentró en la búsqueda de aquel libro que contenía la clave de la manta multicolor que había adornado el cielo.

Ordenó a los libros que se alinearan en perfecta armonía alfabética, y como por arte de magia, los volúmenes obedecieron su mandato, deslizándose y reacomodándose con una precisión que solo la magia de su reino permitía.

Pero Marlenne sabía que incluso en un orden tan meticuloso, encontrar la aguja en el pajar sería una tarea hercúlea. Así que, con un suspiro que parecía llevar el peso de su curiosidad, dividió los libros en dos: aquellos con ilustraciones y aquellos sin ellas. Los libros, como si fueran parte de una coreografía ensayada, se separaron en dos mares de conocimiento.

Entre los libros ilustrados, Marlenne buscó aquellos que contaban historias, cuentos que habían sido sus compañeros en noches de insomnio y tardes de lluvia. Y allí, entre cuentos de hadas y leyendas de guerreros, encontró el libro que buscaba.

Al abrirlo, una sonrisa iluminó su rostro, y una exclamación de asombro escapó de sus labios. Las páginas revelaban la existencia de las auroras, esos fenómenos celestiales que eran, según las leyendas, las historias que los ángeles cantaban y que se hacían realidad en el universo.

Con el corazón latiendo con la emoción de un descubrimiento, Marlenne decidió que debía escuchar esos cantos celestiales, debía grabar las canciones de las auroras para que su historia también fuera cantada entre las estrellas.

Con el libro en sus manos, Marlenne sabía que estaba a un paso de escuchar las melodías celestiales. Pero necesitaba un artefacto capaz de capturar esos sonidos etéreos. Fue entonces cuando recordó a Virgilio, el inventor de artefactos, cuya torre de invenciones se alzaba en la Central Universidad.

Marlenne escribió una carta a Virgilio, anticipando su visita y el propósito de su misión. Al llegar, Virgilio la recibió con una mezcla de curiosidad y entusiasmo, y juntos subieron a la carrosa-araña que los llevaría a su torre de maravillas.

Virgilio escuchó atentamente el deseo de Marlenne de grabar los cantos de las auroras. Entre sus inventos, le mostró un fonógrafo, una máquina capaz de grabar y reproducir cualquier sonido del universo. Marlenne, maravillada, supo que era justo lo que necesitaba.

Esa noche, con el fonógrafo en mano, Marlenne se preparó para capturar la aurora. Pero cuando la manta de colores apareció, solo el silencio la acompañó. La decepción la embargó, y las lágrimas comenzaron a caer.

Fue entonces cuando, por accidente, giró la manivela del fonógrafo al revés. Y de repente, la música más hermosa llenó el aire. Eran los cantos de los ángeles, y entre ellos, la historia de Marlenne. La tristeza se transformó en alegría, y la princesa supo que su vida nunca volvería a ser la misma.

Y así, Marlenne vivió para siempre feliz, con la certeza de que su historia era parte de la sinfonía del universo, una melodía que resonaría por siempre en las estrellas.

La niña y el titán de acero

En el reino de lo cotidiano, donde los monstruos se disfrazan de sombras y los héroes de inocencia, vivía una niña con ojos de curiosidad y manos de valentía. Su mundo, un tapiz de colores tejido por la imaginación, se desplegaba cada noche en la penumbra de su habitación. 

Era una noche particular, una donde las estrellas parecían susurrar secretos antiguos y el viento jugaba a ser mensajero de leyendas olvidadas. El padre, arquitecto de sueños diurnos y esclavo de los plazos mortales, depositó un beso en la frente de la niña, un sello de protección contra las criaturas que solo la noche conoce.

"Los monstruos no son más que cuentos para asustar a los valientes," dijo él, con la certeza de quien ha visto suficiente mundo para negar lo invisible. Pero la niña, heredera de un sexto sentido para lo extraordinario, sabía que la realidad es solo la superficie de un océano profundo y oscuro.

Con la luz apagada y la puerta cerrada, el escenario estaba listo para que la noche revelara sus actores. Los libros, esos portales a universos paralelos, yacían dispersos, testigos mudos de la batalla que se avecinaba. 

Y así, bajo la cama, un par de ojos rojos rompieron la oscuridad, y una sonrisa dentada se dibujó en la nada. La niña, armada con la espada de un gancho de ropa, se preparó para enfrentar al tiranosaurio de ropa sucia, su enemigo nocturno.

La batalla no era contra la carne y el hueso, sino contra el algodón y el poliéster. La niña, con la destreza de una guerrera en miniatura, se enfrentó al ropa-tiranosaurio, su corazón latiendo al ritmo de un tambor de guerra. Pero el campo de batalla tenía sus propias reglas, y una almohada traicionera cambió el curso de la contienda.

La espada de gancho cayó al abismo, y la risa del monstruo llenó la habitación, un eco de triunfo y maldad. La niña, sin embargo, no estaba dispuesta a rendirse. Con la agilidad de quien ha jugado entre las estrellas, esquivó el ataque del ropa-tiranosaurio, que ahora se rearmaba para un segundo asalto.

Los libros, esos cofres de sabiduría y magia, se convirtieron en su arsenal. Uno a uno, los abrió, invocando aliados de sus páginas. Un colibrí emergió, un destello de esperanza, pero no fue suficiente para detener la risa del monstruo.

La desesperación se asomó en los ojos de la niña, una lágrima preparada para contar la historia de su derrota. Pero aún quedaba un libro por abrir, un tomo pesado de conocimiento y promesas de acero.

El libro se abrió con un suspiro de páginas, como si despertara de un largo sueño. De su interior, surgió un brazo metálico, un salvador forjado en los fuegos de la imaginación y la ciencia. El ropa-tiranosaurio, con su cuello estirado y ojos rojos, se encontró con un adversario inesperado.

El titán de acero, con su corazón de engranajes y aliento de vapor, se enfrentó al monstruo de tela y desorden. La batalla fue épica, un duelo de fuerza y astucia donde cada movimiento resonaba con el eco de un mundo oculto. La niña observaba, con los ojos abiertos de par en par, como el gigante mecánico giraba y despedazaba al ropa-tiranosaurio, reduciéndolo a un montón de prendas inofensivas.

Con la victoria asegurada, el robot se retiró al libro, su existencia efímera pero decisiva. La niña, con una mezcla de asombro y gratitud, cerró el libro, aún sin comprender la magnitud de lo que había presenciado. La habitación, ahora tranquila, guardaba los secretos de la noche como si nada hubiera ocurrido.

La mañana trajo consigo la luz del sol y la normalidad. La madre, ajena a las aventuras nocturnas, se preguntaba por la presencia de aquel libro de ingeniería entre los brazos de su hija. "Muchacha extraña", pensó, mientras recogía los restos de la batalla que para ella no fueron más que desorden de una noche de sueños.

La niña, ahora guardiana de un secreto que la ciencia apenas rozaba con sus dedos de datos y teorías, se convirtió en una exploradora de lo imposible. Aquel libro de ingeniería, una vez instrumento de su salvación, se transformó en la brújula de su destino.

Los años pasaron, y la niña, con la misma determinación que una vez empuñó un gancho de ropa como espada, se adentró en el mundo de los inventos y las maravillas mecánicas. Su curiosidad, alimentada por la noche en que la realidad se dobló ante sus ojos, la llevó a cuestionar, a aprender, a desafiar.

Con cada libro que abría, con cada feria de inventos a la que asistía, la niña, ahora joven científica, tejía su propio sueño, uno donde los monstruos eran vencidos no solo con valentía, sino con el conocimiento y la verdad.

Y así, en un universo paralelo donde los titanes de acero caminan y los colibríes son heraldos de la magia, la niña encontró su lugar. No en la roca suspendida en el cielo, sino en la tierra firme de la realidad, donde cada descubrimiento era un paso hacia adelante en su eterna danza con los monstruos de la noche.

Mi anhelo

Escribo lo que en mi mente danza,
lo que en mi ser cree y lo que el corazón alcanza.
No sigo las reglas de la escritura con fervor,
como aquellos en literatura de profesión y amor.

Mi anhelo es plasmar lo que siento,
mis emociones en el papel son mi aliento.
Si logro con mi deseo resonar,
me doy por satisfecho, sin más que buscar.

17 enero 2015

Ella

Todos buscan en el cielo la luna llena,
pero yo solo anhelo verla a ella.

El bosque, el cielo y la mirada

Ean, mi discípula, una joven elfa de apenas 194 años, estaba bajo mi tutela para convertirse en una Lázarus. Sus ojos, capaces de percibir más allá de lo que un humano ordinario podría, fueron testigos de la presencia de dos mujeres que a mí me resultaban invisibles.

Se detuvo en seco al ver que las dos figuras aladas me rodeaban; una reposaba su cabeza en mi hombro por detrás, mientras la otra parecía escuchar los latidos de mi corazón. Yo, ajeno a su visión, continuaba mi camino, sumido en la paz del bosque y reflexionando sobre la asimetría axial de la anatomía biológica. Al percatarme de su pausa, me detuve abruptamente y, sin girarme, inquirí si algo ocurría. Ean, con voz temblorosa, describió a las dos mujeres aladas que yo no podía ver.

Le insté a no distraerse y a proseguir el camino; aún le restaba mucho por aprender. Ean, apresurándose, me alcanzó, aunque su mirada permanecía fija en mí. "Un elfo puede vivir hasta 1223 años", le expliqué, "por eso su aprendizaje es pausado. En cambio, un hombre, con un promedio de vida de 88 años, debe aprender con mayor celeridad, y aun así, nos quedamos sin hacer muchas cosas". Todo esto lo narraba sin apartar la vista del frente, hasta que, bajando la mirada y en un murmullo, confesé: "Lo siento, mi corazón ya tiene dueña". Ean observó cómo las dos hermosas mujeres aladas se alejaban de mí, desvaneciéndose mientras cerraban sus ojos y cubrían sus rostros.

Mi alumna, confundida por mis palabras, preguntó con respeto y una voz suave: "Si no es indiscreción, maestro, ¿a quién pertenece su corazón?". Elevé la vista al cielo, que se entreveía entre las frondas de los árboles gigantes, y, mientras las estrellas comenzaban a titilar en el crepúsculo, respondí sin desviar la mirada: "A ella, a la que lee estas líneas, ella que sabe a quién me refiero, y aunque muchos puedan leerlo, solo ella lo sabe". Ean captó en mí una mirada diferente, tierna y melancólica, una expresión inusual en quien siempre se mostraba severo y distante.

Desconcertada por mi enigmática respuesta, Ean bajó su rostro en meditación. Acto seguido, señalé hacia el horizonte y dije: "Allí, ella nos imagina, nos observa, ha cambiado su perspectiva y ahora nos ve desde otro ángulo". Ean buscó con la mirada, pero sus ojos élficos no lograron ver nada.

Coloqué mi mano sobre su cabeza, desordenando su cabello con afecto. "Vamos, debemos continuar. Recuerda que eres una aprendiz de Lázarus y la noche en el bosque puede ser peligrosa. No eres guerrera y es mi deber protegerte".

Retomamos la marcha, sin mencionar más lo acontecido.




14 enero 2015

Una promesa

En los días de nuestro noviazgo, redacté una misiva el 9 de febrero de 2014, y la deposité en un sobre lacrado. Le supliqué que me prometiera no abrir la carta bajo ninguna circunstancia, que solo rompiera el sello un año después, el 9 de febrero de 2015.

Los meses se sucedieron y nuestra relación se desvaneció, llevados por los caprichosos giros del destino, cada uno tomó su sendero. No hubo más noticias ni encuentros.

Ella, aún custodiaba la carta; la promesa ya no tenía peso y, movida por la curiosidad, abrió el sobre. Para su asombro, dentro había otro sobre con la inscripción:

-Aún no es momento de leerlo, sigue aguardando-

Lo guardó de nuevo, pero la impaciencia la venció antes de la fecha señalada, y volvió a abrir el sobre, encontrando otro más que decía:

-Estás cerca, no desesperes, mantén la calma-

"Debe ser una coincidencia", pensó ella, inquieta, y sin más espera, abrió el último sobre en ese instante. Se sentó en su cama, descubriendo otro sobre que advertía:

-Parece que te adelantas, pero espera el día indicado-

Ella dejó el sobre sobre el escritorio, decidida a no intentarlo más y a esperar la fecha acordada.

Llegó el 9 de febrero de 2015, y con un temor reverente por el contenido de la carta, tomó el sobre y lo abrió. Allí estaba, al fin, una hoja de papel con palabras impresas, sin más sobres. ¿Qué secretos revelaría? Esto fue lo que leyó:

"Un año ha transcurrido desde que te entregué esta carta. Quiero que sepas que en algún momento de hoy, leerás estas palabras. No dudes, ten la certeza de que al comenzar este 9 de febrero, estarás en mis pensamientos, rememorando aquel día sublime.

¿Estás leyendo esta carta en mi compañía? Si es así, búscame y abrázame, no ceses el abrazo, porque te amo. Pero si no estoy a tu lado, no te aflijas, estaré en algún lugar pensando en ti, deseándote lo mejor y rogando que sonrías. ¡Vamos, sonríe! Así es como deseo verte, quiero que sepas que siempre te amaré.

Ya lo dije una vez y lo repito ahora:
La vida está llena de giros inesperados. Dejemos que las cosas fluyan como deben, si caemos, nos levantaremos; si nos herimos, sanaremos; si duele, el dolor pasará. Pero nunca dejemos de amar, porque amar, llorar, reír, soñar y sufrir son simplemente señales de que estamos vivos."

Ella guardó la carta, esta vez con lágrimas en los ojos, pero también con una sonrisa en su rostro.

13 enero 2015

El miedo y el amor

Es curioso cómo nosotros, los seres humanos, albergamos temor hacia lo desconocido y, sobre todo, hacia el acto de amar. Cuando el amor llama a nuestra puerta, tendemos a huir, a escondernos, ignorando que podría ser la vivencia más sublime de nuestra existencia.

Nos aterra la idea de entregarnos a quien podría mostrarnos las maravillas del mundo. Como mencioné antes, optamos por la fuga, sin siquiera imaginar las sorpresas, tanto dulces como amargas, que podrían dejarnos un recuerdo imborrable.

Quizá ese amor no sea el definitivo, o tal vez sí lo sea, pero las vivencias que nos brinda pueden enriquecernos, hacernos más sabios y experimentados, mejor preparados para lo que esté por venir. A menudo nos enamoramos y, a pesar de ello, avanzamos, esforzándonos por ofrecer lo mejor de nosotros mismos, aunque a veces esperemos sanar heridas antiguas o incluso olvidemos que hay alguien más allá, alguien que también puede estar temblando de miedo.

Cuando el sufrimiento nos alcanza, comenzamos negando la existencia de cualquier sentimiento, rehusamos tomar riesgos y escapamos de nada menos que de nosotros mismos, de nuestras propias emociones, rechazando la posibilidad de vivir instantes electrizantes junto a personas dispuestas a entregarnos lo mejor de sí.

No nos percatamos del dolor que infligimos con estas acciones hasta que nos vemos en la situación opuesta, cuando nos enamoramos o deseamos entregarnos a alguien que, presa del pánico a comprometerse, a amar, huye sin comprender que estamos listos para mostrarle que no buscamos herirlo, sino explorar juntos un universo maravilloso.

Dejemos que la vida fluya, busquemos a esa persona especial y perdamos el temor a compartir nuestro tiempo. Si caemos, no importa, nos levantaremos; si nos herimos, sanaremos; si algo nos duele, ese dolor finalmente cesará. Amemos con plenitud, pero nunca dejemos de amar, porque amar, llorar, reír, soñar y sufrir son simplemente signos de que estamos vivos.

12 enero 2015

100 cartas de amor y 2 promesas

Cien cartas de amor, dos promesas encontradas,
tras la puerta, un misterio en papel reposaba.
Memorias selladas, en líneas entrelazadas,
en jeroglíficos de afecto, el sentimiento se guardaba.

El Libro

Llegué tarde a mi primer día como profesor. La ansiedad me invadía, deseando ocultar a los alumnos que era mi debut en la academia. Al cruzar el umbral del aula, observé a los estudiantes universitarios, mientras sostenía una caja repleta de libros de literatura, acorde con la materia a impartir.

Me presenté con una confianza ensayada y, quizás impulsado por los nervios, comencé a distribuir los volúmenes. La sorpresa se dibujó en sus rostros ante tal gesto, sin saber que era parte de una dinámica para el año lectivo.

Absortos en sus celulares, apenas notaron mi acción hasta que entregué el último libro. Una alumna alzó la mano, su libro estaba en blanco, sin palabras, sin título, sin números de página. Preguntó si podía tener otro. "No te alarmes por ese pequeño detalle", le dije, "solo cierra el libro y pídele amablemente que revele sus palabras".

La risa inundó el aula, los celulares quedaron olvidados por un instante, y todos se unieron a la broma. Observé sus expresiones, ajenos al misterio que se desplegaba. Cuando el silencio volvió, insistí en cómo debía hablarle al libro. Con una sonrisa incrédula, ella cerró el libro y dijo: "Libro, no seas travieso, quiero leerte". Al abrirlo, las páginas estaban llenas de texto. Lo mostró a todos, y la incredulidad sustituyó a las carcajadas. Las preguntas brotaron: "¿Cómo es posible?", "¿Es algún truco?", "¿Estoy alucinando?".

Optaron por negar lo ocurrido, atribuyéndolo a una broma elaborada, y retomaron la mirada a sus pantallas. Pero ella sabía que había algo mágico en aquel libro.

Al final de la clase, los estudiantes se dispersaron, y antes de irse, la alumna se acercó para preguntar: "¿Qué clase de libro es este?". Mi única respuesta fue: "Tendrás que leerlo para descubrirlo".

Zapatillas

La princesa con zapatillas de mantequilla.

11 enero 2015

La encomienda

Un escalofrío me invadió por completo,
grité al vacío, ¿por qué a mí? La carga era demasiado pesada.
La misión que me confió chocaba con mi ética vital,
solo un año me concedió para hallar una respuesta, apenas un año para decidir.

A él, o aquello, poco le importaba mi dilema; solo deseaba que cumpliera con el encargo y al final, le presentara mi resolución.

09 enero 2015

Café en Paris

Bajo el reloj de la estación Libertad, con cinco minutos de retraso marcados en su esfera, la esperaba. La multitud se deslizaba por las escaleras, un río de rostros anónimos, hasta que su figura emergió, descendiendo con prisa. El abrazo fue un paréntesis en el tiempo, un agradecimiento mudo por aceptar la invitación.

“Es un buen día para un café,” dijo ella, mirando alrededor con curiosidad. “Pero, ¿dónde está ese lugar al que vamos?”

“En París,” respondí, disfrutando la confusión que bailaba en sus ojos. “¿Has oído hablar de ese país, verdad?”

Ella sonrio, siguiéndome en lo que creía un juego. El tren llegó, un monstruo de acero y ruido, pero la detuve antes de que se uniera a la marea humana que lo abordaba.

“¿A dónde vas?” pregunté.

“A subir,” contestó, con la lógica de lo cotidiano.

“No tomaremos este,” dije, señalando hacia atrás, donde la sorpresa tomó forma de locomotora.

“¿Nunca lo habías visto antes?” pregunté mientras la incredulidad pintaba su rostro. Tomé su mano, y subimos al vagón de otro siglo, saludados por un oficial en la puerta. El interior era un museo en movimiento, un pedazo de historia que se negaba a morir. Le mostré nuestros asientos, y el tren comenzó su marcha.

“¿Qué te parece?” pregunté, mientras ella intentaba asimilar la realidad que se desplegaba ante sus ojos.

“¿Es esto una nueva atracción turística?” preguntó, buscando una explicación lógica.

“No, lleva décadas en funcionamiento,” contesté. “Hay maneras más rápidas de viajar, pero ninguna como esta.”

Las puertas se cerraron, y el tren cobró vida. Nadie más subió, y ella notó que nadie parecía darse cuenta de lo extraordinario del momento.

“Prepárate, en treinta minutos llegaremos,” dije, mientras el tren ganaba velocidad, y ella se aferraba al asiento, temiendo lo que sucedería al alcanzar al tren que habíamos dejado atrás.

“No te preocupes, pasará a la segunda vía,” aseguré, justo cuando la locomotora realizó la maniobra, cambiando de carril con una elegancia que desafiaba su tamaño.

“¿Y si las dos vías están ocupadas?” preguntó, su voz teñida de ansiedad.

Le sonreí, y antes de que pudiera responder, el tren… el tren simplemente continuó su camino.

La estación Esperanza pasó como un murmullo, seguida por la estación Olvido, nombres que resonaban con promesas de destinos desconocidos. “¿Vamos a bajar ya?” preguntó ella, su voz aún temblorosa.

“No, aún no hemos comenzado,” respondí, mientras el tren se abalanzaba hacia una pared que prometía ser el fin de todo. Con los ojos cerrados, se perdió de la entrada a un túnel subterráneo, un portal hacia lo imposible.

Las pocas personas a bordo nos observaban, y yo, sintiéndome algo apenado por su desconcierto, solo podía ofrecerle una sonrisa tranquilizadora. “Todo está bien,” le aseguré, mientras retiraba sus manos de su rostro.

“¿Qué pasa, qué sucede?” preguntó, aferrándose a mi abrigo.

“Vamos en una locomotora a París,” le recordé, intentando calmar su ansiedad.

“¡Si eso ya lo sé! No estoy loca,” replicó, su voz mezcla de miedo y fascinación.

“Prepárate, esto te emocionará,” anuncié. “Ya vamos a salir a la superficie.”

Y con esa advertencia, la locomotora se disparó al cielo, ella gritaba, y yo trataba de calmarla señalando por la ventana a un niño que nos saludaba desde un avión, una imagen de asombro y alegría infantil.

“Te ves pálida,” dije, mientras la locomotora iniciaba su descenso, ahora cayendo hacia el mar. “Espero que lo siguiente no te asuste más.”

Ella prometió, entre gritos, que, si sobrevivíamos, me esperaba una reprimenda que nunca olvidaría. La señorita del refrigerio se acercó, y pedí un té, intentando mantener la normalidad en medio del caos.

La locomotora se sumergió en el mar, comportándose como un delfín entre estrechos y largos tramos de agua y aire.

“Cinco minutos para llegar a París,” anunció una voz, y la gente comenzó a prepararse para bajar. Miré a mi invitada, su cabello despeinado testimonio de la aventura vivida, pero había una calma nueva en su mirada.

Llegamos a la estación, todos bajaron, y le pregunté, “¿Qué tal el viaje?”

No recuerdo lo que sucedió después, solo las estrellas que danzaban ante mis ojos y su enorme figura ayudándome a levantarme. Pero al final, lo importante es que pudimos disfrutar de un buen café en París.

08 enero 2015

Entendible

De mentes distintas somos portadores,
tú con tus ideas, yo con mis teorías creadoras,
intangibles en esencia, mas en el sentir se tornan palpables,
como palabras al viento que, al ser capturadas,
cobran sentido, se vuelven claras y admirables.

Cartas perdidas

Clara era el nombre que figuraba en las cartas que llegaban por error a su puerta. La señorita, cuyo nombre permanecía en el anonimato, no conocía a la destinataria ni al remitente, pero la curiosidad la llevó a desvelar los secretos que esas páginas guardaban. Las misivas provenían de un tal Sr. Anderson, profesor de filosofía en la Universidad de Nueva España, quien plasmaba en ellas sus reflexiones sobre filosofía social. A la muchacha, educada únicamente para ser esposa y ama de casa, le fascinaba la prosa del profesor, tanto que olvidó su intención inicial de buscar a Clara.

Con el tiempo, las cartas del Sr. Anderson se convirtieron en su ventana a un mundo desconocido, lleno de ideas y debates que nunca había imaginado. Pero un día, una carta anunció el fin de aquellos envíos: Anderson dejaría de escribir al no recibir respuesta alguna. La noticia sumió a la joven en la tristeza, temiendo perder su único lazo con aquel universo intelectual que tanto anhelaba explorar. En secreto, se procuró libros y se dedicó a estudiar para poder dialogar al nivel del profesor.

Las respuestas que finalmente se atrevió a enviar, aunque carentes de la jerga técnica del filósofo, estaban impregnadas de sinceridad y reflexiones personales. Para sorpresa de Anderson, la profundidad de sus palabras lo cautivó, y las cartas volvieron a fluir entre ellos. Con el tiempo, la correspondencia dio paso a un encuentro personal.

Un día, paseando por el parque, la pareja se detuvo. Ella, con el corazón en la mano, confesó no ser Clara. Él, quitándose el sombrero de copa y mirándola con una mezcla de seriedad y afecto, reveló que, aunque había obtenido la dirección correcta de Clara, ella ya no le importaba. Con un gesto teatral, cubrió con su sombrero ambos rostros y selló su encuentro con un beso.

07 enero 2015

Paredes

Caminábamos desde hacía un tiempo indefinido cuando nos encontramos frente a un edificio cuyas paredes, hechas de cristales oscuros, nos devolvían nuestra imagen como espejos enigmáticos. Nos aproximamos, cautivados por el reflejo que parecía contener otros mundos.

Permanecimos allí, inmóviles, mientras yo acariciaba la fría superficie y confesaba: “Es extraño, recuerdo haber pasado por aquí hace años y haber hecho lo mismo, mirarme en estos cristales oscuros. Me sentía tan solo en mi reflejo, que, incluso ahora, después de tanto tiempo, esa sensación persiste.”

Ella giró su rostro hacia mí, una sombra de tristeza cruzó su mirada antes de bajarla. Luego, buscó mi mano y, sin mediar palabra, nos alejamos de aquel lugar que parecía atrapar almas en su reflejo.

Contar

En la quietud, contaba yo sin cesar,
las gotas de lluvia que al suelo van,
los granos de arena que en playas están,
las estrellas en el cielo, un brillar sin par,
los números que al infinito se quieren escapar.
Y en esta cuenta, una verdad logré hallar,
que el amor que por ti siento, sin dudar,
es más inmenso que lo que pude enumerar.

El universo es vasto

Buenas noches, dondequiera que estés,
quisiera decírtelo en persona, mas aún no sé quién eres.
El universo es vasto, de tamaño inimaginable,
y si no estás aquí, quizás en alguna estrella habitable,
o en un cúmulo de galaxias, allí podrías estar,
no lo veo como un mal, sino un destino singular.

Signos

Zodiacos trazan el cielo nocturno,
estrellas fugaces, destellos oportunos,
como flores silvestres en desiertos,
son tan reales y tan vivos.

Prometo una odisea lunar sin retorno,
dejaré mis pisadas, serán mi adorno,
sin mirar atrás, en el cosmos me interno,
solo me dejaré llevar por el eterno.

Los cisnes en vuelo, su danza celeste,
casi seguro que al firmamento viste,
dejando tras sí un rastro de fiesta,
aquel que, en tus ojos, amor, persiste.

Puentes de estrellas, de aquí a la luna,
en un vals cósmico, bailan sin una,
las olas del mar, su ritmo acuna,
no es confusión, es la danza de la fortuna.

No esperes invitación al baile estelar,
la orquesta cósmica pronto ha de llegar,
y en esa sinfonía que vas a escuchar,
seguro que su armonía te va a encantar.

Aquel punto azul, tan distante y pequeño,
es un suspiro de mar, un sueño risueño,
navegando en el vacío, un viaje añejo,
en la inmensidad del espacio, un reflejo.

Corre, que el sol ya despunta en el alba,
su manto de luz, cálido, nos salva,
nos envuelve en sueños, en su tela de malva,
para sumirnos en un sueño, donde el alma se calma.

El abrazo

Su alegría al verme fue evidente,
nos abrazamos con un ímpetu ardiente.
Aunque imperfecto, fue el abrazo más auténtico y ferviente,
lo curioso, es que yo no sabía quién era ella realmente.

06 enero 2015

Retira esa palabra

Amor, retira esa palabra, pon tu nombre en su lugar,
verás que, al oírlo, todo empieza a rimar.
Una y otra vez, tu nombre quiero invocar,
hace tiempo que no sé de ti, empiezo a extrañar.

Hace un tiempo, dejé de sentir, dejé de soñar,
ahora recuerdo esos besos, ojos cerrados, sin dudar,
con el corazón abierto, en tus brazos quería estar,
mis manos en tu piel, solo tu aliento quería escuchar.

En el bosque

En el bosque entré con Ean,
pensé que nada ocurriría en aquel edén.
Mas el futuro y el pasado allí se hallarían,
y un viejo amor, inesperado, aparecería.

Su futuro yo me miraba con rencor,
mientras su pasado yo no entendía el dolor.
Al pasado me acerqué y le revelé,
que ella, hace tiempo, de mi vida se desprendió,
mi corazón destrozó, mal actué,
y nuestro final, muy amargo quedó.

¿Cómo fue posible tal desenlace?
Si mi amor era sincero, no entiendo el fracaso.
El tiempo pasó, el amor nos dejó,
ella su vida hizo, y yo, la olvidé al paso.

Ean, temerosa de ella estaba,
le aseguré que no había nada que temer,
que al tiempo propio volverían,
olvidando su extraña visita aquí.

El viejo amor del pasado me abrazó,
tomó mi mano, perdón me imploró.
Incapaz de reaccionar, la había olvidado,
enamorado de otra, no quería lastimar.
Solo la abracé y le aseguré que todo estaba bien.

Al cielo miré, esperando que comprendiera,
que ya no sentía nada por ella,
mas cortés quise ser en aquel bosque.

Su futuro yo lloraba al vernos juntos,
sabía que ella era del tiempo en que aún me amaba.
No sabía si era arrepentimiento lo que mostraba,
pero era un momento que nunca recordaría.

En la noche, ella del pasado a mi lado se sentó,
recordé lo que era ser amado.
Pero en mi mente, otra presencia había,
y aunque no me amara como yo a ella,
a mi corazón le era fiel.

Tomó mi mano, no quise corresponder,
pero fingí, evité su triste mirar,
y en silencio quedamos, nada más que hablar.

Al final del bosque llegamos,
ella no quería partir,
su futuro yo huyó y se esfumó,
llorando me suplicó que no la dejara ir.
La miré, la abracé, ella feliz se sintió.

Pero la cargué y corrí hacia la salida,
ignorando su grito, solo corrí con prisa.
Lloré también, nunca pedí perdón,
sabía que al salir, ella volvería y olvidaría.

Al salir, ella desvaneció,
caí al suelo, Ean mi hombro tocó.
Horas pasamos ahí,
hasta que me levanté,
y en silencio partimos,
sin volver a hablar del asunto jamás.

03 enero 2015

Luna querida

Luna querida, luna adorada, alma de mi ser,
asómate por la ventana, déjame tu sonrisa ver.
Regálame una mirada, una caricia que pueda sentir,
con tu piel de plata iluminada, hazme feliz.

Al caer la tarde, en la noche y al amanecer,
quiero ser tu amante leal, tu presencia tener.
Anhelo verte, hablarte, en un beso fundirme,
y en cada paso del camino, contigo irme.

Posees un encanto mágico, una magia sin fin,
quien te contempla, en tu hechizo caerá sin fin.
Como flecha certera que el corazón atraviesa,
quedará rendido ante tu belleza, sin defensa.

01 enero 2015

Los días de bodas

Si alguna vez caminas por la calle Enrique Díaz de León, cruzando la avenida Vallarta, notarás una sucesión de tiendas de vestidos de novia. No es casualidad que esta zona se haya vestido de blanco; hay razones históricas que explican este fenómeno.

Corría el año de 1910, y la Revolución Mexicana estaba a punto de cambiar el curso de la historia. Los hombres, al alistarse para la lucha, se apresuraban a casarse, dejando descendencia y protegiendo a sus prometidas de los rebeldes. Este acto de amor y precaución elevó las nupcias en Guadalajara a tal grado que todos los días se celebraban bodas.

La demanda de vestidos de novia floreció, y con ella, la construcción de iglesias y capillas se multiplicó para atender a las parejas ansiosas por sellar su amor. No es de extrañar que el centro de la ciudad esté salpicado de estos santuarios del matrimonio.

Luego vino la Guerra Cristera, y con ella, el temor de que las puertas de las iglesias se cerraran para siempre. La gente de pueblos y estados vecinos acudía en masa a casarse en la perla tapatía, un apodo que Guadalajara adoptó por la belleza y el brillo de sus tradiciones nupciales. Los vestidos blancos, únicos del occidente del país, se convirtieron en símbolo de esperanza y continuidad.

Con el paso del tiempo, Guadalajara creció y se transformó, pero las iglesias y capillas quedaron como testigos mudos de aquellos años turbulentos. Las tiendas de vestidos de novia, por su parte, se convirtieron en el sueño de las parejas que aún desean conservar el ritual, buscando una bendición que trasciende lo personal, lo social y lo espiritual.