27 diciembre 2014

El Pintor

En el corazón de Guadalajara, entre el bullicio y la calma, habitaba un pintor de hiperrealismos, un anciano de casi un siglo, de piel curtida por el sol y cabellos como hilos de plata. Su rostro, un mapa de surcos y pliegues, era el testimonio vivo de una vida dedicada al arte.

Le pregunté una vez, ¿por qué sus pinceles daban vida a modelos y paisajes con tal minuciosidad? Se quitó el sombrero, un gesto teatral, y con un pañuelo acarició su frente, sus ojos parpadeando el cansancio de los años. Me contó que, en su niñez, cuando las cámaras fotográficas eran novedad en la ciudad, quedó fascinado con las imágenes que capturaban esos aparatos mágicos.

Al crecer, su corazón se enredó en el amor por una joven hermosa, habitante de lo que hoy conocemos como la avenida Vallarta. Paseaban por el centro, y él soñaba con inmortalizar su imagen. Pero las cámaras eran un lujo inalcanzable, y el proceso de revelado, un enigma costoso.

Así, tomó los pinceles como su cámara, buscando capturar la esencia de lo real. Día tras día, experimentaba con técnicas, algunas aprendidas, otras nacidas de su ingenio. Pintaba en cada instante libre, sin desperdiciar ni un suspiro, guardando en secreto su empeño, anhelando sorprender a su amada con un retrato que fuera espejo de su ser, que reflejara cada detalle, cada poro, cada hebra de su cabello.

La tragedia golpeó cuando ella enfermó y, poco después, partió de este mundo. El pintor se sumergió en un abismo de tristeza, y aunque continuó pintando, lo hacía como autómata, sin conciencia de su arte.

Un día, ya entrado en años, mientras pintaba absorto en la plaza tapatía, una niña lo sacudió de su letargo con una pregunta inocente: "¿Es una pintura o una fotografía?" Aquellas palabras resonaron en su interior mientras contemplaba su obra: una joven vestida de blanco, protegiendo su sombrero del viento con elegancia. La gente comenzó a congregarse, admirando la veracidad de su trabajo. Desde ese momento, se entregó a pintar con fervor hiperrealista todo cuanto sus ojos podían ver.

Tiempo después, regresé al centro de Guadalajara con la esperanza de reencontrarlo, pero había desaparecido. Nadie sabía de su paradero ni qué había sido de él. Solo quedaba el eco de su recuerdo, la última imagen de un hombre bajo el manto nocturno, pintando estrellas.

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