17 mayo 2011

La princesa y el vagabundo

En un reino oculto entre las sombras de un bosque ancestral, residía el espíritu de una princesa hechizada. Su belleza, de una naturaleza tan divina que se decía, ningún mortal era digno de contemplarla sin arriesgar la vida misma. Como si su mera visión fuera un edicto de muerte para aquellos ojos impuros que osaran posarse sobre ella. Su voz, un eco celestial, permanecía igualmente silenciada, pues no existían oídos merecedores de tal sinfonía.

Confinada en su soledad, la princesa se convertía en leyenda; su existencia, un murmullo entre los árboles que custodiaban su prisión de aire y luz. El reino, protegido por el temor reverente a su canto, se mantenía intacto, pues se creía que su melodía podía doblegar ejércitos enteros o condenarlos a la muerte si no eran dignos de su gracia.

La princesa, encerrada en su torre de marfil, anhelaba la calidez de un abrazo, la simpleza de un saludo, o la ternura de un beso. Nunca invitada a danzar, su figura se desvanecía en la penumbra del castillo, donde cada paso resonaba con el eco de su soledad.

Cuando se aventuraba más allá de sus muros, el mundo se inclinaba ante ella, temeroso de un estornudo o una palabra que pudiera desatar su poder involuntario. Sus ojos, dos esferas de noche eterna, jamás se encontraron con otra mirada. Sola y temida, así estaba destinada a vivir, hasta que un día, todo cambió.

Un joven vagabundo, ajeno a las leyendas y miedos del reino, se adentró en el bosque con sus lentes de madera, tan ciegos como su portador. Eran su única guía en un mundo de sombras y siluetas. Por azares del destino, sus pasos lo llevaron al jardín real, donde la princesa, sumida en su soledad, lloraba por un destino de aislamiento perpetuo.

La presencia del muchacho, tan inesperada como una brisa en calma, despertó en ella una mezcla de temor y curiosidad. Se mantuvo oculta, observando cómo él, perdido, pedía ayuda a la nada. Su voz, un murmullo entre las hojas, apenas alcanzó los oídos del joven, que respondió con una sonrisa, la primera que ella había provocado en mucho tiempo.

Nació así una amistad secreta, un vínculo que la princesa guardaba como el más preciado de los tesoros. Nunca reveló su verdadera identidad, temerosa de que el conocimiento pudiera romper el encanto y alejar a su único amigo.

Los días se sucedían entre juegos y conversaciones, un oasis de felicidad en la vida acorazada de la princesa. Pero como todas las historias de encantamientos, la magia es frágil y el destino, caprichoso.

El joven, en su búsqueda de un presente para su amiga, se topó con un río que brotaba de las raíces de un árbol colosal. La curiosidad lo llevó a lavarse el rostro con aquellas aguas misteriosas, y como por arte de magia, su vista fue restaurada. La emoción lo embargó tanto que corrió a compartir su alegría con la princesa, sin saber que su nueva habilidad traería consigo una separación dolorosa.

La princesa, al percatarse del cambio, se ocultó, temiendo dañar al muchacho que había conquistado su corazón. El vagabundo, incapaz de encontrarla, decidió pedir ayuda a la única que creía podía localizar a su amiga: la princesa del reino.

Siguiendo las estrictas instrucciones de los guardias para preservar su vida, se presentó ante ella, cabeza gacha, corazón palpitante. La princesa, desde su trono, derramó una lágrima al reconocerlo. Él, ajeno a su identidad, escribió en un libro su súplica por encontrar a la amiga que tanto amaba.

La respuesta de la princesa fue un enigma envuelto en amor: debía renunciar a su vista recién encontrada para reunirse con su amada. Sin dudarlo, el joven buscó el río y, al consumir una hoja del árbol mágico, su mundo se sumió nuevamente en oscuridad.

Saltó de felicidad, sin percatarse de que sus lentes caían al río, perdiéndose para siempre. Corrió en busca de su amiga, sin saber que se adentraba en un laberinto sin salida. La princesa lo esperó, día tras día. Con el corazón roto, continuó su vigilia, esperando un reencuentro.

Mientras el joven vagabundo se perdía en la inmensidad del bosque, la princesa, movida por un impulso de amor y esperanza, decidió romper con su destino. Con cada paso que daba fuera de su castillo, las cadenas de su maldición se debilitaban, desafiando los antiguos hechizos que la ataban.

Guiada por el vínculo invisible que los unía, encontró al joven errante, sus lentes de madera flotando en el río, testigos mudos de su sacrificio. Con un gesto de valentía, se reveló ante él, y al mirarla, él no vio más que una sombra, pero supo que era ella, su amiga, la que había llenado sus días de luz.

El amor verdadero había triunfado sobre la maldición, y la princesa, por primera vez, pudo ser vista sin temor a causar daño. Los dos, liberados de los temores y supersticiones, regresaron al reino. La noticia de su amor y la ruptura del hechizo corrió como un río de estrellas, llevando consigo un mensaje de esperanza y renovación.

El reino celebró la unión de la princesa y el joven, y desde aquel día, la belleza y la voz de la princesa ya no fueron motivo de miedo, sino de admiración y alegría. Juntos, gobernaron con justicia y bondad, recordando siempre que la verdadera magia reside en el corazón y en la valentía de cambiar nuestro destino.

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