18 mayo 2011

Una princesa hechizada

En la penumbra del bosque se ocultaba el espíritu de una princesa hechizada, cuya belleza y ternura eran incomparables. Su rostro, de líneas finas y delicadas, se complementaba con una piel tersa, cabellos lacios de un dorado resplandeciente y ojos cautivadores, oscuros como el abismo nocturno. Su figura esbelta y de baja estatura se envolvía en un manto blanco, tan luminoso como el día en su cénit.

Habitaba sobre una roca en el corazón de un lago, emergiendo solo al caer la noche. La princesa se deleitaba jugando con el viento, creando sinfonías al agitar las ramas de los árboles y entonando nana a los peces del lago para arrullar sus sueños.

Acicalaba la luna con sus caricias, buscando su tacto frío; conversaba con las estrellas, confidentes de sus sueños más íntimos. A veces, se entregaba a la danza sobre las aguas de la laguna, haciendo que las luciérnagas se sumaran a su baile en un coro de luz. Las aves nocturnas entonaban sus melodías, encantadas por la visión de la niña entre giros y saltos.

Cada noche se desplegaba un espectáculo de pura imaginación. La princesa destilaba felicidad, y con ella, todos los seres que compartían su entorno: los animales del bosque, el viento, la noche misma, la luna, las estrellas y los árboles; todos participaban de esa dicha inefable.

Ella recitaba versos que todos atendían, narraba historias que todos absorbían. Era una bendición su presencia, pues con el tiempo, esos espíritus se han ido esfumando. Pero ella se resiste a desaparecer, aferrándose a la esperanza de seguir esparciendo alegría entre los demás.

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