17 enero 2015

El bosque, el cielo y la mirada

Ean, mi discípula, una joven elfa de apenas 194 años, estaba bajo mi tutela para convertirse en una Lázarus. Sus ojos, capaces de percibir más allá de lo que un humano ordinario podría, fueron testigos de la presencia de dos mujeres que a mí me resultaban invisibles.

Se detuvo en seco al ver que las dos figuras aladas me rodeaban; una reposaba su cabeza en mi hombro por detrás, mientras la otra parecía escuchar los latidos de mi corazón. Yo, ajeno a su visión, continuaba mi camino, sumido en la paz del bosque y reflexionando sobre la asimetría axial de la anatomía biológica. Al percatarme de su pausa, me detuve abruptamente y, sin girarme, inquirí si algo ocurría. Ean, con voz temblorosa, describió a las dos mujeres aladas que yo no podía ver.

Le insté a no distraerse y a proseguir el camino; aún le restaba mucho por aprender. Ean, apresurándose, me alcanzó, aunque su mirada permanecía fija en mí. "Un elfo puede vivir hasta 1223 años", le expliqué, "por eso su aprendizaje es pausado. En cambio, un hombre, con un promedio de vida de 88 años, debe aprender con mayor celeridad, y aun así, nos quedamos sin hacer muchas cosas". Todo esto lo narraba sin apartar la vista del frente, hasta que, bajando la mirada y en un murmullo, confesé: "Lo siento, mi corazón ya tiene dueña". Ean observó cómo las dos hermosas mujeres aladas se alejaban de mí, desvaneciéndose mientras cerraban sus ojos y cubrían sus rostros.

Mi alumna, confundida por mis palabras, preguntó con respeto y una voz suave: "Si no es indiscreción, maestro, ¿a quién pertenece su corazón?". Elevé la vista al cielo, que se entreveía entre las frondas de los árboles gigantes, y, mientras las estrellas comenzaban a titilar en el crepúsculo, respondí sin desviar la mirada: "A ella, a la que lee estas líneas, ella que sabe a quién me refiero, y aunque muchos puedan leerlo, solo ella lo sabe". Ean captó en mí una mirada diferente, tierna y melancólica, una expresión inusual en quien siempre se mostraba severo y distante.

Desconcertada por mi enigmática respuesta, Ean bajó su rostro en meditación. Acto seguido, señalé hacia el horizonte y dije: "Allí, ella nos imagina, nos observa, ha cambiado su perspectiva y ahora nos ve desde otro ángulo". Ean buscó con la mirada, pero sus ojos élficos no lograron ver nada.

Coloqué mi mano sobre su cabeza, desordenando su cabello con afecto. "Vamos, debemos continuar. Recuerda que eres una aprendiz de Lázarus y la noche en el bosque puede ser peligrosa. No eres guerrera y es mi deber protegerte".

Retomamos la marcha, sin mencionar más lo acontecido.




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