08 enero 2015

Cartas perdidas

Clara era el nombre que figuraba en las cartas que llegaban por error a su puerta. La señorita, cuyo nombre permanecía en el anonimato, no conocía a la destinataria ni al remitente, pero la curiosidad la llevó a desvelar los secretos que esas páginas guardaban. Las misivas provenían de un tal Sr. Anderson, profesor de filosofía en la Universidad de Nueva España, quien plasmaba en ellas sus reflexiones sobre filosofía social. A la muchacha, educada únicamente para ser esposa y ama de casa, le fascinaba la prosa del profesor, tanto que olvidó su intención inicial de buscar a Clara.

Con el tiempo, las cartas del Sr. Anderson se convirtieron en su ventana a un mundo desconocido, lleno de ideas y debates que nunca había imaginado. Pero un día, una carta anunció el fin de aquellos envíos: Anderson dejaría de escribir al no recibir respuesta alguna. La noticia sumió a la joven en la tristeza, temiendo perder su único lazo con aquel universo intelectual que tanto anhelaba explorar. En secreto, se procuró libros y se dedicó a estudiar para poder dialogar al nivel del profesor.

Las respuestas que finalmente se atrevió a enviar, aunque carentes de la jerga técnica del filósofo, estaban impregnadas de sinceridad y reflexiones personales. Para sorpresa de Anderson, la profundidad de sus palabras lo cautivó, y las cartas volvieron a fluir entre ellos. Con el tiempo, la correspondencia dio paso a un encuentro personal.

Un día, paseando por el parque, la pareja se detuvo. Ella, con el corazón en la mano, confesó no ser Clara. Él, quitándose el sombrero de copa y mirándola con una mezcla de seriedad y afecto, reveló que, aunque había obtenido la dirección correcta de Clara, ella ya no le importaba. Con un gesto teatral, cubrió con su sombrero ambos rostros y selló su encuentro con un beso.

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