12 enero 2015

El Libro

Llegué tarde a mi primer día como profesor. La ansiedad me invadía, deseando ocultar a los alumnos que era mi debut en la academia. Al cruzar el umbral del aula, observé a los estudiantes universitarios, mientras sostenía una caja repleta de libros de literatura, acorde con la materia a impartir.

Me presenté con una confianza ensayada y, quizás impulsado por los nervios, comencé a distribuir los volúmenes. La sorpresa se dibujó en sus rostros ante tal gesto, sin saber que era parte de una dinámica para el año lectivo.

Absortos en sus celulares, apenas notaron mi acción hasta que entregué el último libro. Una alumna alzó la mano, su libro estaba en blanco, sin palabras, sin título, sin números de página. Preguntó si podía tener otro. "No te alarmes por ese pequeño detalle", le dije, "solo cierra el libro y pídele amablemente que revele sus palabras".

La risa inundó el aula, los celulares quedaron olvidados por un instante, y todos se unieron a la broma. Observé sus expresiones, ajenos al misterio que se desplegaba. Cuando el silencio volvió, insistí en cómo debía hablarle al libro. Con una sonrisa incrédula, ella cerró el libro y dijo: "Libro, no seas travieso, quiero leerte". Al abrirlo, las páginas estaban llenas de texto. Lo mostró a todos, y la incredulidad sustituyó a las carcajadas. Las preguntas brotaron: "¿Cómo es posible?", "¿Es algún truco?", "¿Estoy alucinando?".

Optaron por negar lo ocurrido, atribuyéndolo a una broma elaborada, y retomaron la mirada a sus pantallas. Pero ella sabía que había algo mágico en aquel libro.

Al final de la clase, los estudiantes se dispersaron, y antes de irse, la alumna se acercó para preguntar: "¿Qué clase de libro es este?". Mi única respuesta fue: "Tendrás que leerlo para descubrirlo".

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