31 octubre 2011

El antiguo libro de alquimia

Sentada al borde del sueño, ella parpadeaba al ritmo de sus dedos tamborileando sobre el antiguo libro de alquimia. Temía que algún día, sin previo aviso, la muerte irrumpiera en su cuarto con un grito estridente para arrebatarle la vida.

Portadora de un alma oscura, reflejada en la sombra que se deslizaba por el suelo, observaba cómo la fogata de la chimenea danzaba y jugueteaba con su fría silueta.

A cada instante, una silueta parecía estrangular a su dueña, pero no eran más que las cortinas mecidas por el viento y las ramas de un árbol que se erguían, alabando la tenue luz de la luna.

Ella, cuyo nombre no puedo pronunciar, se levantó para comprobar si la muerte aún no había llegado. Despreció el libro que le prometía vida eterna, rehusándose a abandonar las riquezas que poseía, deseosa de conservar la belleza con la que había sido bendecida.

“Maldita muerte”, exclamó enfurecida, “no podrás despojarme de mis posesiones. Soy joven y hermosa. ¿Acaso no hay un hombre que ante mi presencia se incline y baje su cabeza? Sí, tú, muerte, tú también me amarías y no permitirías que este cuerpo, sin su alma, se marchite. Por eso, muerte, no me arrebatarás la llama que arde dentro de mí”.

Un ventarrón de aire frío irrumpió por la puerta, interrumpiendo la concentración de la dama, quien de inmediato cerró el libro, marcando la página en la que se detuvo.

Se levantó apresuradamente, como si supiera que alguien la acechaba. Antes de cerrar la puerta con llave y asegurarla para que no se repitiera la intrusión, otra corriente de aire más frío se coló, solo para abrir el libro y revelar lo que ella tramaba.

Encerrada en su habitación, buscaba la vida eterna en las páginas del libro de alquimia, un regalo de una anciana de aspecto extraño, de piel blanca y manos huesudas. Sin preguntar ni dar las gracias, se fue con una esperanza: una respuesta a su deseo.

Aferrándose a encontrar las palabras exactas, las pronunciaría a medianoche bajo la luz de la luna, esperando que sus oraciones surtieran efecto.

Sus ojos se iluminaban, reflejando el fuego que ardía en su interior. No importaba si había brujas, demonios o profetas falsos; ella recitaría las palabras a la luz de la medianoche y se burlaría de todos los presentes en el momento en que desafiara a la muerte.

Las manecillas del reloj marcaban casi la hora. Era el momento de salir y gritarle al cielo. Se levantó de la esquina donde se escondía como una loca, tomó la manija de la puerta y, como si alguien jugara con ella, no la dejó abrir. La movió arriba y abajo, pero la puerta no cedía. Intentó escapar por la ventana, pero la maldita jugarreta continuó.

Desesperada, su última oportunidad de ser inmortal, de conservar su belleza y huir de la muerte, veía cómo la habitación giraba. Gritaba como loca y rasguñaba las cortinas para liberarse de la locura que cada tic-tac del reloj provocaba en su corazón.

Tomó el libro, lo maldijo y lo arrojó a las llamas ardientes. “Desaparece y déjame en paz”, gritó. Cuando el libro golpeó la chimenea, esta respondió esparciendo cenizas por la habitación. No quiso tragarse el libro; con el fuego, solo salieron risas burlonas, y las cenizas esparcidas comenzaron a consumir todo a su alrededor, provocando un infierno.

La pobre chica quedó sola, observando cómo las llamas la amenazaban. Lejos de allí, se podía ver una sombra que, con desesperación, salía de la ventana.

Al día siguiente, los inspectores acudieron a ver lo ocurrido. Entraron a la habitación y quedaron aterrorizados ante la escultura negra y esquelética de una mujer, tratando de levantarse para abrir la ventana.

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