21 enero 2016

Pintora

La mujer, con un gesto suave y repetitivo, golpeaba su frente contra la pared, como si buscara despertar las ideas dormidas en su mente. Frente al lienzo, comenzó a pintar; las pinceladas danzaban en un caos controlado, los colores se derramaban sobre el suelo, formando una tormenta de sensaciones sin lógica. Entre lágrimas y gritos, su arte cobraba vida.

Se desplazaba por la estancia con la urgencia de quien persigue o huye de un fantasma, y de pronto, se dejó caer, exhausta. Su respiración era profunda, y sus ojos, fijos en la obra, no se apartaban de ella. Se limpió las lágrimas, pero no se levantó; se sumergió en un mar de reflexiones donde el amor y el odio navegaban juntos, indisolubles.

Finalmente, se puso de pie, y con una furia renovada, atacó su propia creación. Continuó dibujando, coloreando, utilizando brochas y pinceles de todas formas y tamaños, en una carrera contra el tiempo que avanzaba implacable, mientras las nubes se deshacían y el sol se escondía en su refugio nocturno.

La mujer dejó caer su paleta y sus pinceles, tomó el cuadro y lo colgó en la pared. Se sentó frente a él para contemplar su obra terminada, una pintura que era un espejo de su alma, una belleza artística que exteriorizaba su amor y su odio.

Y allí permaneció, encerrada en su habitación acolchonada, con la mirada perdida en su pintura, en un diálogo silencioso que solo ella podía entender.

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