01 febrero 2012

La muñequita

En el estrecho sendero de un mercado, me encontraba yo, sumergido en el colorido y las formas caprichosas de los artefactos que allí se vendían. El ambiente, bañado en tonos sepia, parecía una fotografía antigua. Observaba los cuadros, los telescopios, las plantas mecánicas y las carnívoras, cuando mi atención fue capturada por un mercader de muñecas de trapo.

Las muñequitas sonreían a los transeúntes, saludándolos con una mano alzada en un gesto de alegría inocente. Muchos se detenían, atraídos por la promesa de una sonrisa perpetua, y las muñecas, al ser tomadas, celebraban con movimientos lentos y delicados su nueva compañía. Eran criaturas preciosas, con pieles de diversos colores, ojos de botones brillantes, cabellos de lana y vestidos de manta con flores bordadas.

Pero entre ellas, una se encontraba sola, arrumbada en un rincón. Me acerqué con cautela, descubriendo su timidez. Al levantarla, comprendí su retiro: le faltaba un ojo de botón, su manita izquierda era diminuta, escaso el cabello de lana en su cabeza, ausente una piernita, y su vestido, desgarrado y empolvado.

Le sonreí, convencido de que, si había de elegir una muñeca, sería ella, sin duda. Saqué mis monedas de oro, dispuesto a pagar lo que fuera por tan singular tesoro. El vendedor, entre risas, intentó persuadirme con otras muñecas, pero ninguna me convenció. Insistí en mi elección hasta que, cansado, accedió a aceptar el precio habitual.

De regreso a casa, pensaba en el lugar perfecto para ella. ¿Entre los libros de ciencia, quizás? ¿O sobre la chimenea, para resguardarla del frío? No estaba seguro, pero sabía que estaría contenta.

Al encontrarme con una amiga en el camino, su sorpresa fue evidente al ver la muñeca de trapo en mis brazos. Antes de que pudiera preguntar, sus palabras brotaron, marcadas por la decepción: “Está muy fea”, dijo, pensando que mi intención era desecharla. Con calma, le expliqué que se trataba de una muñeca especial, diferente a las demás, y que precisamente por eso la había adquirido.

Llegué a mi hogar, donde la muñeca ya había encontrado su lugar entre los libros y los relojes, siempre con una sonrisa que reflejaba su felicidad por ser valorada en su singularidad.

El tiempo pasó, y la muñeca de trapo se convirtió en testigo silencioso de un amor que florecía. Mi amiga y yo nos casamos, y la muñeca, ahora parte de nuestra familia, presenciaba cómo nuestros hijos crecían y jugaban a su alrededor. A menudo, ellos nos preguntaban sobre nuestra historia de amor, y yo, con una sonrisa, les señalaba a la muñeca, la más hermosa del mundo, y cerraba los ojos para recordar.

La muñeca de trapo, ahora en su nuevo hogar, se convirtió en el centro de un cálido universo familiar. Mis hijos, con ojos curiosos, a menudo nos interrogaban sobre el origen de nuestro amor. La respuesta siempre estaba allí, en la estantería, entre los libros y los recuerdos: la muñeca de trapo, la más hermosa del mundo.

Era ella, con su sonrisa inclinada y su vestido de retazos, quien había tejido los hilos de nuestra historia. Cada vez que mi amiga, ahora mi esposa, insistía en llevarse a la muñeca para vestirla con nuevos atuendos, era un recordatorio de que lo imperfecto puede ser perfecto a su manera.

Y así, la muñeca de trapo vivía sus días, alternando entre los libros de ciencia y los relojes colgantes, siempre con una sonrisa de felicidad. Porque había comprendido, al fin, lo especial que era y cuánto amor había a su alrededor. Era, sin duda, la muñeca más bonita y querida de la casa.

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