16 diciembre 2008

El llanto de la niña

En un tiempo que se desdibuja en la memoria, donde los océanos no eran más que un murmullo futuro y la sed del hombre era tan palpable como su propia piel, vivía una pareja en los confines de lo habitado. Esperaban, con esa mezcla de temor y deseo que preceda a lo desconocido, la llegada de su primer hijo. El cielo, en su inescrutable designio, les concedió su anhelo, pero el regalo venía con un precio oculto en las pequeñas letras del destino.

La niña nació bajo un sol que no sabía de océanos, y sus padres se inundaron de alegría al escuchar su llanto; un llanto que, con el tiempo, se revelaría como un eco de algo más profundo y perturbador. La madre, con esa intuición que parece brotar de las raíces mismas de la tierra, siempre supo que había algo más en las lágrimas de su hija, algo que el padre, con su lógica de superficies, tardaría en aceptar.

El llanto de la niña no conocía de pausas ni de olvidos; era un río constante que fluía día y noche, y que pronto se convirtió en una fuente de inquietud para el pueblo. Las lenguas se movían entre murmullos de maldiciones y hechizos, y la sombra de la expulsión comenzó a cernirse sobre la familia.

Desesperados por encontrar una respuesta, un alivio, los padres emprendieron un viaje que los llevaría a través de paisajes de esperanza y desolación. Consultaron a médicos y chamanes, a curanderos y sabios, pero el misterio de las lágrimas de la niña permanecía sellado, como un libro cuyas páginas se niegan a ser leídas.

En aquel bosque que parecía guardar los secretos más antiguos del mundo, la pareja, con su hija en brazos, se enfrentaba a la inminencia de un final que se negaban a aceptar. La sed y el hambre los habían debilitado, pero era la desesperación de no poder calmar el llanto de su hija lo que más los consumía. En un momento de desolación, cuando la madre elevó su mirada al cielo en busca de un milagro, lo encontró en la forma de una columna de humo que ascendía desde la cima de la montaña.

Con las últimas fuerzas que les quedaban, ascendieron hasta encontrar una choza que parecía desafiar el tiempo con su mera presencia. Allí, una anciana de rostro surcado por innumerables arrugas y ojos que habían visto más allá de lo que muchos podrían soportar, les reveló la verdad que tanto habían buscado: su hija era el reflejo de la humanidad, un espejo de las lágrimas derramadas por cada acto de maldad y cada herida infligida al mundo.

Los padres, ahora conscientes del dolor eterno de su hija, decidieron dedicarle todo su amor y cuidado, sin saber que incluso después de su muerte, el llanto persistiría. La niña fue sepultada y sobre su tumba se erigió una estatua que miraba al cielo, como si suplicara por un fin al sufrimiento del mundo.

Con el tiempo, un manantial brotó de la tumba, creciendo hasta formar un río y, eventualmente, un lago que ocultó la última morada de la niña. Los padres, llevados por el tiempo, dejaron este mundo, pero la niña continuó llorando, y sus lágrimas se convirtieron en los océanos que hoy conocemos, un recordatorio perpetuo de que aún hay dolor en el corazón de la humanidad.

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