20 enero 2016

Lluvias

Hubo un tiempo en que la lluvia marcaba mi cumpleaños, una cita ineludible con el cielo gris de enero. Eran días distintos, únicos, donde el plomizo manto parecía celebrar conmigo. Pero entonces, la lluvia cambió su curso, y con ella, mi percepción del tiempo y del clima, quizás como reflejo de los eventos que marcaron esos años.

La lluvia, esa sinfonía que desciende del cielo a la tierra, se convirtió en mi cómplice de tristezas y melancolías, en el pretexto perfecto para abrazos y besos robados, en la amiga que me acompaña en juegos solitarios. Es la excusa para quedarme en casa, entre películas, libros y llamadas telefónicas. Bajo su manto, los recuerdos, los olvidos y los sueños de amor cobran vida, y los charcos se convierten en espejos de un cielo caprichoso, invitándome a ser niño otra vez, a cuestionar el porqué de su llanto, a temerle a los rayos y a rogar porque la luz no nos abandone.

Y en medio de la lluvia, la cita perfecta, en un café cualquiera, observando a la gente que corre buscando refugio, improvisando sombreros con periódicos, protegiéndose de la lluvia que todo lo iguala. Mientras, los enamorados comparten un paraguas, caminando por la acera, y en las esquinas, los ciclistas se apresuran. Yo, en cambio, me deleito en la compañía, saboreando cada minuto de la lluvia que cae, cada gota una promesa, un secreto compartido con el universo.

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