08 febrero 2015

El templo

En algún lugar de una ciudad que podría ser cualquier ciudad, en un tiempo que podría ser cualquier tiempo, había un templo. No era un templo común; sus paredes parecían contener el pulso mismo del universo, y su puerta, una simple inscripción: “ESTO NO ES AQUÍ”.

Era un lugar de leyendas, susurrado en los rincones de las tabernas y en los bancos de los parques, donde los viejos jugaban al ajedrez y los niños corrían tras palomas imaginarias. Se decía que, dentro de sus muros, el tiempo se dilataba y contraía como un acordeón tocado por manos invisibles.

Un hombre, cuyo nombre podría haber sido cualquiera o podría no haber sido ninguno, caminó durante días, meses, años; el tiempo es un concepto tan fluido cuando se busca lo imposible. Buscaba el templo no por fe o por curiosidad, sino por necesidad. Había una mujer, o quizás un recuerdo de una mujer, que vivía en un tiempo que no era el suyo, y él creía que el templo era la clave para alcanzarla.

Cuando finalmente lo encontró, el templo se erguía solitario en medio de una plaza que no recordaba haber cruzado. La ciudad alrededor había desaparecido, dejando solo el eco de pasos en adoquines que ya no estaban. “ESTO NO ES AQUÍ”, leyó en voz alta, y al cruzar el umbral sintió cómo el mundo detrás de él se desvanecía.

Dentro del templo, el hombre encontró un silencio que era casi un sonido, una quietud que vibraba con la vida no vivida. El interior era un laberinto de sombras y luces, donde cada paso resonaba como una nota en una partitura olvidada. Había tres habitaciones, cada una un santuario dedicado a una etapa de la vida: infancia, adultez y vejez.

El hombre, guiado por un impulso que no podía explicar, entró en la habitación del anciano. Las paredes estaban adornadas con vitrales que contaban historias en colores vivos, y el tiempo parecía fluir a través de ellos como agua clara. Se sentó y observó, y por un momento, el mundo exterior dejó de existir.

El templo era más grande por dentro de lo que su fachada sugería, un espacio donde las leyes de la física se rendían ante lo inexplicable. el hombre miró su reloj, solo unos minutos habían pasado desde que entró, pero sabía que afuera, el mundo había cambiado sin él.

El hombre salió del templo, pero el mundo que encontró no era el que había dejado. Las calles eran desconocidas, la gente vestía modas de un futuro que él no había vivido. En su corazón, una mezcla de esperanza y desesperación lo impulsaba a buscarla, a ella, la mujer que había sido el faro en su odisea temporal.

Llegó a la casa donde una vez la risa de ella llenaba el aire, pero ahora una niña, reflejo de su amor perdido, le abrió la puerta. La realidad golpeó a el hombre con la fuerza de un siglo perdido. La mujer que una vez conoció ahora era una anciana, su vida un tapiz completo, con hilos de alegrías y penas que él no había compartido.

Sentados en el jardín, donde las flores aún guardaban el perfume de los días pasados, hablaron. Ella, sin saber quién era él, compartió sus triunfos y sus derrotas, y en su voz, el hombre encontró la paz que había buscado. No reveló su identidad, pero en su adiós, en el roce de sus labios en la frente arrugada, le dio la promesa de una vida juntos que nunca se rompería.

El templo, ese jugador caprichoso del tiempo, lo llamó una vez más. Pero esta vez, el hombre sabía que no había habitación que pudiera devolverle lo que buscaba. El presente era su única verdad, y en él, encontraría la forma de vivir sin arrepentimientos, con la memoria de un amor que, aunque no compartido en años, era eterno en su corazón.

No hay comentarios: