23 diciembre 2014

Dile que la amo

En la ciudad, había una chica que poseía un don peculiar. La gente la llamaba Lía, la tejedora de luces, y decían que con un simple soplido podía crear maravillas que desafiaban la realidad.

Hoy, mientras el sol se despedía con pinceladas de colores cálidos, la conocí. Lía estaba en el parque, con un pequeño aro en su mano, y al soplar a través de él, no eran burbujas lo que nacía, sino singularidades que capturaban la luz del crepúsculo. Giraban en el aire, torciéndose y estirándose hasta tomar la forma del símbolo de infinito, como mariposas de luz que bailaban al ritmo de una melodía inaudible.

Los transeúntes se detenían, hipnotizados por el espectáculo. Con cada burbuja que reventaba, un destello fotográfico iluminaba sus rostros, dejando una huella efímera de asombro en sus ojos. Era magia, pensé, la magia de un universo contenido en el aliento de una chica.

Me acerqué, cautivado por la belleza de su arte. "¿Cómo lo haces?", pregunté, mi voz apenas un murmullo entre la multitud. Ella sonrió, y su mirada brilló con la promesa de secretos no revelados. "Es el lenguaje de la luz", dijo, "y cada soplido es una palabra que cuenta una historia".

Cuando la noche cayó, y las estrellas comenzaron a titilar en el cielo, Lía guardó su aro y se preparó para partir. "Si la ves", le dije a la brisa que comenzaba a soplar, "dile que la amo". Y aunque ella no escuchó mis palabras, supe que el viento las llevaría a ella, junto con las mariposas de luz que aún revoloteaban en mi corazón.

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