22 noviembre 2009

El señor Q

El señor Q era una entidad de contornos difusos, habitante de un "no lugar" donde las leyes de la física se rendían ante su voluntad. Vestía siempre un traje gris, corbata negra, camisa blanca y zapatos café, pero su rostro era un enigma, una bruma que parecía exhalar humo sin ser fumador.

Era un científico, un genio, un erudito; en realidad, era todo lo que uno pudiera imaginar. Sus credenciales incluían doctorados y maestrías en disciplinas incontables. Dominaba todos los instrumentos musicales, hablaba múltiples idiomas, y su talento se extendía a la canción, la composición, el arte, la pintura, la poesía, el cuento y el deporte. Escribía libros por centenares, abarcando géneros desde la biología hasta la química, pasando por la historia y la física.

Cuando el señor Q deseaba escribir bastaba con sentarse y, con un "puf", aparecía una silla; extendía las manos y, con otro "puf", la máquina de escribir se materializaba ante él. Todo lo que necesitaba se manifestaba al instante: una cama, una mesa, un ropero, etc.

Un día, cansado de la rutina, decidió visitar nuestro mundo. Se levantó de su cama, que desapareció al instante, y junto a él apareció una maleta. Levantó su mano y una puerta se materializó; al abrirla, todo su mundo se compactó dentro de la maleta, incluida la puerta misma. Sin dar un paso, ya estaba entre nosotros.

Nada sorprendía al señor Q, o eso creía él, hasta que, en su deambular por el mundo, algo comenzó a inquietarlo. Durante sus viajes, se detuvo en París para disfrutar de un café. Sentado cómodamente, mientras leía el periódico local, una niña se le acercó. Con una mirada de extrañeza, el señor Q la observó mientras ella le extendía una pequeña flor. Al tomarla, sintió una sorpresa genuina, una sensación desconocida.

Le preguntó su nombre, y ella respondió con una sonrisa: "No te preocupes por los nombres, ni por entender los sentimientos; simplemente vívelos". Y con esas palabras, se alejó. El señor Q, confundido y curioso, buscó en sus vastos conocimientos alguna explicación, pero no encontró respuestas en sus libros, tesis o diccionarios.

Después de buscarla sin éxito, recordó las palabras de la niña y decidió vivir los sentimientos en lugar de entenderlos. Desde ese momento, el señor Q experimentó toda la gama de emociones humanas, tanto las alegres como las tristes. Se sintió más vivo que nunca, transformándose de una presencia inapreciable a un ser humano capaz de errores, aprendizaje, sorpresas y desilusiones, pero, sobre todo, consciente de su existencia.

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