09 enero 2015

Café en Paris

Bajo el reloj de la estación Libertad, con cinco minutos de retraso marcados en su esfera, la esperaba. La multitud se deslizaba por las escaleras, un río de rostros anónimos, hasta que su figura emergió, descendiendo con prisa. El abrazo fue un paréntesis en el tiempo, un agradecimiento mudo por aceptar la invitación.

“Es un buen día para un café,” dijo ella, mirando alrededor con curiosidad. “Pero, ¿dónde está ese lugar al que vamos?”

“En París,” respondí, disfrutando la confusión que bailaba en sus ojos. “¿Has oído hablar de ese país, verdad?”

Ella sonrio, siguiéndome en lo que creía un juego. El tren llegó, un monstruo de acero y ruido, pero la detuve antes de que se uniera a la marea humana que lo abordaba.

“¿A dónde vas?” pregunté.

“A subir,” contestó, con la lógica de lo cotidiano.

“No tomaremos este,” dije, señalando hacia atrás, donde la sorpresa tomó forma de locomotora.

“¿Nunca lo habías visto antes?” pregunté mientras la incredulidad pintaba su rostro. Tomé su mano, y subimos al vagón de otro siglo, saludados por un oficial en la puerta. El interior era un museo en movimiento, un pedazo de historia que se negaba a morir. Le mostré nuestros asientos, y el tren comenzó su marcha.

“¿Qué te parece?” pregunté, mientras ella intentaba asimilar la realidad que se desplegaba ante sus ojos.

“¿Es esto una nueva atracción turística?” preguntó, buscando una explicación lógica.

“No, lleva décadas en funcionamiento,” contesté. “Hay maneras más rápidas de viajar, pero ninguna como esta.”

Las puertas se cerraron, y el tren cobró vida. Nadie más subió, y ella notó que nadie parecía darse cuenta de lo extraordinario del momento.

“Prepárate, en treinta minutos llegaremos,” dije, mientras el tren ganaba velocidad, y ella se aferraba al asiento, temiendo lo que sucedería al alcanzar al tren que habíamos dejado atrás.

“No te preocupes, pasará a la segunda vía,” aseguré, justo cuando la locomotora realizó la maniobra, cambiando de carril con una elegancia que desafiaba su tamaño.

“¿Y si las dos vías están ocupadas?” preguntó, su voz teñida de ansiedad.

Le sonreí, y antes de que pudiera responder, el tren… el tren simplemente continuó su camino.

La estación Esperanza pasó como un murmullo, seguida por la estación Olvido, nombres que resonaban con promesas de destinos desconocidos. “¿Vamos a bajar ya?” preguntó ella, su voz aún temblorosa.

“No, aún no hemos comenzado,” respondí, mientras el tren se abalanzaba hacia una pared que prometía ser el fin de todo. Con los ojos cerrados, se perdió de la entrada a un túnel subterráneo, un portal hacia lo imposible.

Las pocas personas a bordo nos observaban, y yo, sintiéndome algo apenado por su desconcierto, solo podía ofrecerle una sonrisa tranquilizadora. “Todo está bien,” le aseguré, mientras retiraba sus manos de su rostro.

“¿Qué pasa, qué sucede?” preguntó, aferrándose a mi abrigo.

“Vamos en una locomotora a París,” le recordé, intentando calmar su ansiedad.

“¡Si eso ya lo sé! No estoy loca,” replicó, su voz mezcla de miedo y fascinación.

“Prepárate, esto te emocionará,” anuncié. “Ya vamos a salir a la superficie.”

Y con esa advertencia, la locomotora se disparó al cielo, ella gritaba, y yo trataba de calmarla señalando por la ventana a un niño que nos saludaba desde un avión, una imagen de asombro y alegría infantil.

“Te ves pálida,” dije, mientras la locomotora iniciaba su descenso, ahora cayendo hacia el mar. “Espero que lo siguiente no te asuste más.”

Ella prometió, entre gritos, que, si sobrevivíamos, me esperaba una reprimenda que nunca olvidaría. La señorita del refrigerio se acercó, y pedí un té, intentando mantener la normalidad en medio del caos.

La locomotora se sumergió en el mar, comportándose como un delfín entre estrechos y largos tramos de agua y aire.

“Cinco minutos para llegar a París,” anunció una voz, y la gente comenzó a prepararse para bajar. Miré a mi invitada, su cabello despeinado testimonio de la aventura vivida, pero había una calma nueva en su mirada.

Llegamos a la estación, todos bajaron, y le pregunté, “¿Qué tal el viaje?”

No recuerdo lo que sucedió después, solo las estrellas que danzaban ante mis ojos y su enorme figura ayudándome a levantarme. Pero al final, lo importante es que pudimos disfrutar de un buen café en París.

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