03 abril 2012

El sultán y el vagabundo

En un reino de contrastes, vivía un sultán, sumido en la insatisfacción de su existencia dorada. Rodeado de riquezas y poder, se ahogaba en un mar de compromisos y formalidades. En ese mismo reino, un vagabundo deambulaba, dueño únicamente de los harapos que vestía, marcado por la desdicha de una vida errante.

Una mañana, el sultán se asomó a su ventana para contemplar el sol y, al divisar al vagabundo, suspiró por la libertad que creía ver en él. El vagabundo, al pasar junto al palacio y observar al sultán, anheló la opulencia y el poder que este poseía para erradicar la miseria.

Una hada caprichosa, testigo de sus deseos ocultos, decidió intervenir. Con un hechizo susurrado —"Triste realidad, dulces mentiras"—, alteró el curso de sus destinos.

Al amanecer, el sultán despertó en la piel de un mendigo, enfrentando la crudeza de la indigencia y la enfermedad sin una mano amiga. El vagabundo, ahora sultán, se vio atrapado en una vorágine de crueldad y codicia. Ambos, desorientados, tomaron decisiones precipitadas: el nuevo vagabundo recurrió al hurto para sobrevivir, mientras que el nuevo sultán se lanzó a la conquista desmedida.

Las consecuencias de sus actos no tardaron en alcanzarlos. El sultán convertido en vagabundo fue capturado y condenado a muerte; igual suerte corrió el vagabundo en su trono usurpado. En el último instante, bajo la sombra de la guillotina, ambos desearon fervientemente volver a lo que una vez fueron. El hada, conmovida por su súplica, les concedió la oportunidad de regresar a sus vidas anteriores.

Despertaron nuevamente, tocándose el cuello, asegurándose de la realidad de su existencia. El sultán miró por la ventana y el vagabundo buscó con la mirada al sultán. Se encontraron con la mirada, sin palabras, y cada uno retomó su camino. Se prometieron ser mejores, cada día, en el porvenir.

Y así, la moraleja se desvela: es en la lucha por nuestros propósitos donde aprendemos el verdadero valor de ser mejores personas.