03 marzo 2010

El sultán

Desde la estancia principal, un sultán de corazón noble y mirada humilde se desplazaba hacia el patio, su ritual diario, para deleitarse con el canto de su preciado canario. La música que el ave tejía era su más hermoso tesoro, y su corazón vibraba al compás de aquellas melodías encantadoras. Pero aquel día, el sultán notó el deterioro de la jaula que albergaba a su canario, una estructura dividida en cuartetos simétricos, donde la seguridad de su compartimento dejaba mucho que desear. Con sumo cuidado, tomó al canario entre sus manos y lo trasladó a un rincón más seguro de la jaula, aunque observó con inquietud los orificios que salpicaban el lugar, portales a la libertad que el canario podría anhelar.

Al abrir la puerta y situar al canario en su nuevo aposento, el sultán sintió una efímera felicidad. No pasó mucho tiempo antes de que el canario encontrara un resquicio por el cual escapar y volar lejos, dejando al sultán impotente y sumido en lágrimas. Sin embargo, la sorpresa inundó su ser cuando el sonido familiar del canto del canario acarició sus oídos; el ave había regresado, posándose sobre el hombro del sultán. El canario había vuelto, y los ojos del hombre reflejaban la más pura felicidad, iluminando cada rincón de su morada.

La carrera

En la antigua Grecia, donde los dioses jugueteaban con los destinos de los hombres, se celebraba una carrera sin igual. Era un desafío que invitaba a los atletas de todo el país a desafiar los límites de su mortalidad, recorriendo la frontera entera para luego regresar al punto de partida. Solo tres héroes, cuyos nombres resonaban como ecos de gestas pasadas, respondieron al llamado.

El alba del día señalado trajo consigo la tensión de la espera y la promesa de la gloria. Los competidores, estatuas vivientes de la perfección helénica, se alinearon en la salida. Pero entre ellos, una sombra pasó inadvertida, un hombre más se sumó a la lista, un cuarto concursante cuya presencia era un misterio. Era el ciego, aquel que, sin ver, veía más allá de lo que los ojos pueden contar. Nadie osó reír, pues en su silencio, había un respeto tácito, y sin reglas que prohibieran su participación, la carrera dio inicio.

Los atletas, como flechas despedidas por arcos divinos, se lanzaron en su cometido. El ciego, sin embargo, avanzaba con la serenidad de quien conoce otros ritmos. La piedra bajo sus pies era su guía, el eco de su bastón, su oráculo. La noche cayó como un telón, y en su oscuridad, el ciego tropezó con un tronco traicionero. Herido, pero no vencido, apartó el obstáculo y continuó su odisea. Al siguiente día, una roca desafiante encontró su camino, y con el dolor marcando sus piernas, la movió, dejando libre la senda. Otra noche, y las ramas de un árbol anciano arañaron su rostro; con manos firmes, las cortó, liberando su ruta.

El ciego alcanzó la meta, lacerado, exhausto, pero su espíritu intacto. Lo que nunca imaginó fue el estruendo de una multitud que lo aclamaba, una ola de júbilo por un hombre que, sin luz, iluminó a Grecia con su hazaña. Se convirtió en leyenda, no por la rapidez, sino por la inquebrantable voluntad de su corazón.

Los otros tres atletas, testigos de su fuerza, lo alzaron en hombros, no como un competidor, sino como un triunfador del espíritu humano. Y así, el ciego fue llevado en triunfo, no solo por el pueblo, sino por la historia, que lo recordaría no por la carrera, sino por la travesía de su alma indomable.